9 de octubre de 2009

El labrador y el señor Titiritero.

Consideré la posibilidad de levantar la piedra para ver las hormigas que había debajo, pero descarté la idea para evitar mancharme las manos de tierra y mugre, así que decidí seguir caminando por el camino que me llevaría hasta Villa-Camino, un pueblo situado en lo más alto de un monte muy alto llamado Monte-Alto. Justo antes de comenzar a subir la colina me encontré con un entrañable labrador que se dedicaba a labrar la tierra con una azada. El Sol pegaba de lo lindo, ya era una hora muy poco aconsejable para seguir trabajando bajo el azote de los látigos del astro rey.
- Señor, le va a dar a usted algo si sigue trabajando con este sol.
- ¿Y qué quieres que yo le haga hijo?
Pensé que estaba claro, además, ya se lo había dicho yo. "Deje usted de trabajar, señor" fueron las palabras que se me pasaron por la cabeza. Sin embargo, no las pronuncié porque pensé que esa opción ya la había considerado el entrañable labrador. De modo que me puse ojiplático y miré para otro lado. Y claro, me dio por pensar. Suelo ser así, cuando estoy solo y en silencio, me da por pensar en cosas de diversa índole. Es un defecto/afecto poco definido. El pensar me roba tiempo de ocio pero me ayuda a compartir mis inquietudes con las personas con las que mantengo conversaciones de más de cinco minutos.
Pensé tanto que llegó a darme pena del entrañable labrador. Así que decidí ayudarle para que pudiese terminar antes y no estuviera mucho más tiempo expuesto a un evitable riesgo de insolación.
- Señor, ¿tiene usted una azada? me gustaría ayudarle y que, de esta manera podamos subir juntos hasta el pueblo.
- Te lo agradezco muchísimo, el señor Titiritero se sentirá muy feliz de saber que su tierra estará preparada para recibir el Verano.
- ¿Trabaja usted para el señor Titiritero?
- No.
El labrador siguió cavando contentísimo los surcos para sembrar las habas y los tomates. Lo miré unos instantes y me encojí de hombros. Empecé a cavar con una azada que me mostró mi compañero. Cavamos juntos en silencio durante un buen rato hasta que decidí volver a curiosear.
- Y dígame señor, si usted no trabaja para el señor Titiritero, será entonces que este señor es su amigo y está ayudándole porque él no puede venir a labrar su tierra.
- El señor Titiritero no es mi amigo. - Detuvo su trasiego y me miró directamente a los ojos. - Cuando subamos a Villa-Camino le contaré la historia, pero ahora hemos de terminar antes de que el Sol nos provoque una insolación. Recuerde que tenemos que subir el Monte-Alto y que nos queda poca agua.
Nuevamente ojiplático comprendí que mi nuevo amigo no era ni mucho menos un loco irresponsable. Sabía lo que se hacía. Terminamos poco después de que pronunciase aquellas palabras y subimos con suma pausa hasta Villa-Camino que, como ya he dicho, era un pueblo situado al final de un camino en lo alto de un monte muy alto llamado Monte-Alto. Cuando llegamos estaba atardeciendo y el entrañable labrador me ofreció un vino en el bar del pueblo antes de ir a su casa dónde me invitaría a cenar productos de la tierra. Me sorprendí al ver que el nombre del bar era "La Tasca del Titiritero".
- Señor, ¿este bar es propiedad del señor Titiritero?
- Sí.
- Debe ser un hombre muy destacado en este pueblo.
- Lo es. Es uno de los más ricos del pueblo.
Y yo me puse ojiplático de nuevo. Nos sentamos en la mesa más cercana a la puerta y el labrador cambió el gesto de tensión que le había acompañado toda la tarde. Se deseparramó sobre su asiento como el agua de un vaso volcado en una mesa.
- Bueno jóven, ha llegado la hora de contarte por qué estaba trabajando una tierra que no era mía sin que el dueño lo supiera (ni lo sabrá) y sin esperar cobrar nada a cambio.
- Nuestros vasos de vino serán testigos de que me lo cuenta.
- Resulta que hace dos meses mi hija se casó aquí mismo, en este bar, con un muchacho de Villa del Llano. El Titiritero se ofreció a organizarlo todo sin desear obtener a cambio recompensa alguna.
- ¡Qué gran detalle por su parte!
El labrador se removió en su asiento, se irguió y recobró su gesto de tensión.
- El señor Titiritero hizo esto por propio interés. Utilizó la boda de mi hija para darse notoriedad en el pueblo, a sí mismo y a su bar. Después de la boda de mi hija, todas las familias quieren organizar las bodas aquí, pero ahora obtiene beneficios económicos por ello. Este señor creó la necesidad de organizar bodas en lugares bonitos para así poder enriquecerse a costa del trabajo honrado de otras personas que antiguamente se casaban en cualquier lugar del campo. Pronto el alcalde sacará una ordenanza en la que dirá que estará prohibido organizar bodas y otras celebraciones en las calles sin permiso del ayuntamiento. De modo que por culpa de la boda de mi hija saldrá más caro casarse y más dinero caerá del lado de los más ricos.
- Señor, si está tan enfadado con el señor Titiritero no entiendo qué hacía trabajando su tierra sin que él lo supiera.
- Aunque su gesto fuese interesado, el señor Titiritero me ayudó, porque yo paso por muchos apuros económicos y de no ser por él, no me hubiera sido posible casar a mi hija de una forma de la que pudiera sentirme orgulloso.
- De modo que lo que usted quería era pagar una deuda.
- Eso es.
- Sin embargo... no me cuadra esto, porque él no sabe (ni sabrá) que fue usted quién le labró la tierra. Por lo tanto, nunca sabrá lo que hizo en señal de agradecimiento.
Ante este punto, el entrañable labrador calló y miró para otro lado encojiéndose de hombros. Hubo silencio por lo que tuve tiempo para pensar. Al cabo de un par de minutos encontré unas palabras. En mi cara se dibujó una sonrisa. Bajando la voz le dije:
- Su gesto sí que ha sido desinteresado. Señor, usted lo que quería era sentir que es mejor persona que el señor Titiritero.
Y de nuevo, hubo silencio. Fue el mejor vino que jamás probé.

Creative Commons LicenseEsta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Cuéntame

Cuéntame tus recuerdos agazapados tras el delirio de la noche. Renuncia a la felicidad por la verdad y explícale a mis orejas lo que tu boca no es capaz de pronunciar. Me da igual que utilices metáforas, símiles, parábolas o hipérboles; me da igual que te lastimes la lengua o que se te escape la saliba cuando vayas a pronunciar la ese; incluso me da igual que utilices palabras o gestos. Es solo que me gustaría saber. Porque sino me cuentas...
Si no me cuentas, me dará lo mismo. Porque no habrás querido contarme cosas que tú crees que no me incumben o que no merece la pena que sepa. Todos tenemos secretos. Le ocultamos a algunas personas información que le contamos a otras y viceversa. Si no me cuentas, nadie sabrá o creerá saber más de ti que tú. Y no te imaginas hasta qué punto eso es una ventaja. De esta manera cuando te encuentres en una encerrona siempre tendrás un as en la manga o, al menos, sembrarás la duda de si lo tienes o no. Las personas sanas que se crean seguras de si mismas te tratarán con curiosidad y las personas inseguras te tendrán miedo, desconfianza o ambas u otra cualquiera por el estilo, pero ¿quién quiere conocer a fondo a personas inseguras? no se suele aprender mucho de ellas.
Si no me cuentas, no es que me de lo mismo, sino que aprenderé de ti y sentiré orgullo de conocerte.

Creative Commons LicenseEsta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

12 de septiembre de 2009

¿Sabes? me cuesta adaptarme a los cambios. No es que no me gusten, incluso algunos de ellos, no todos, me motivan y me ilusionan, hasta que llega algún problema que no se solucionar o, por resaltar aun más lo vago que soy, que no se si voy poder solucionar. Entonces me da por bajar los brazos, mirar para otro lado, esconderme... en fin, huir del problema.
Hay días en los que me siento una persona más. No me siento especial, como si no fuese nadie. Me da la sensación de no haber hecho nada grande en la vida a causa de ser tan inseguro.
Pero hoy no es ese día.
Porque hay días en los que duermo bien, me despierto con energía y resuelvo todo cuanto me da tiempo a solucionar. ¿Que cambia algo y aparece un problema? pues se asume y se acepta el problema, se aprende de los errores y se empieza a trabajar para subsanarlo todo y adaptarse a la nueva situación. Hay días que se me quedan cortos, porque voy sobrado.
Y hoy sí es ese día.



Creative Commons LicenseEsta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

15 de agosto de 2009

Conozca "El darse cuenta"

El texto presenta a dos personajes ubicados en un escenario abierto, parecen estar rodeados de naturaleza. El cielo es descrito como gris. Parece estar lloviendo ante la referencia hecha al final del primer párrafo de las gotas de agua de lluvia. En el tercer párrafo, la presencia de un trueno como testigo de los acontecimientos incita a colocar a los personajes en mitad de una tormenta.
Los personajes son presentados como "el menor" y "el mayor" dejando entrever, de esta manera, que lo que importa realmente es la diferencia de edad existente entre ambos. En una breve descripición (segundo párrafo) se muestran sus estados anímicos. El menor parece traumatizado, con miedo, enfermo o algo similar. El mayor está triste ("cabizbajo" dice el texto).
En el texto aparece escrito un breve diálgo entre los dos personajes. Una pregunta y una respuesta. El personaje mayor pide perdón al menor por los actos - sean cuales sean - que haya realizado. El menor le solicita que lo arregle.
Para entender el texto hay que comprender los siguientes puntos:
- Los personajes se ubican en el interior de una misma persona.
- El paisaje es la vida.
- La tormenta es un problema (el que sea).
- El último punto, que guarda relación directa con el título (el darse cuenta), no lo explico. A pensar.

10 de julio de 2009

El darse cuenta

Escondidos en un majestuoso y ondulado paisaje, laberintos de obsesiones se clavaban en las mentes de dos infelices martirizados por las vidas que les había tocado vivir. A cambio, toleraban sus respectivas presencias atrapados por el misterio del descubrimiento mutuo. El silencio, como invitado de excepción, contemplaba la escena iracundo, clavando puñales con forma de agua de lluvia.
El menor sacudía su cuerpo de atrás adelante con la mirada clavada en el gris del cielo. Temblaba de vez en cuando y respiraba de forma entrecortada. El mayor se encontraba a su lado, cabizbajo, reuniendo la valentía suficiente para pronunciar dos simples palabras.
- ¿Me perdonas?
Un trueno inundó sus palabras haciéndolas casi inaudibles. El niño recurrió al silencio como respuesta, calmando una ira inútil, midiendo su respuesta durante unos interminables minutos.
- Arréglalo.
El mayor supo que si no conseguía hacerlo podría despedirse de su vida.

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

5 de mayo de 2009

La Trama IV

Caminaba torpemente por la orilla del camino, junto a la cuneta. Tenía la cara sucia por haberse limpiado las lágrimas con las manos manchadas del mismo carbón que rodeaba sus labios. Chasqueaba los dedos periódicamente, tratando de emular algún ritmo extraído de cualquier canción que hubiese escuchado poco antes de salir de aquella ciudad. Mantenía su mirada en el suelo mientras el zumbido de los coches y camiones que surcaban la no tan lejana autopista se atribulaba en sus oídos.
Había casas a su alrededor, salpicaduras blancas entre las suaves colinas de un color amarillento ensuciado por el marrón de la tierra. El cielo comenzaba a dorarse merced a un Sol de otoño acomplejado detrás del horizonte. Sumiso, comenzaba a dejar paso a una noche que se presumía fría. Los astros empezaban a ser gobernados por La Luna que ya se mezclada con el poco azul que aun resistía sobre él. Al frente el horizonte, detrás quedaba su pasado.
Sus pensamientos surcaban raudos su mente, atravesándola de un lado a otro como si de mil puñales se tratasen, ansiosos por sentirse cómodos con ellos mismos. Todo su ser era una eterna duda. Trataba de hacer desaparecer la macabra idea que le asaltaba constantemente en su interminable caminar, pero cuánto más lo pensaba más resuelto se sentía para llevarla a cabo. Tal vez si su hermana estuviese con él, tal vez ella pudiera decirle el camino a seguir, tal vez le diría qué opciones tenía, tal vez le reprendería por su huida. Pero ya no estaba. Aun no habían pasado veinticuatro horas desde que la perdiese. Tenía miedo y estaba solo. La noche se cerraba, la oscuridad le aprisionaba.
Las lágrimas afloraban en sus ojos y lo recordó todo una vez más. Tenía los gritos de Lidia incrustados en el tímpano. Eran como un pitido continuo, un zumbido agudo de un abejorro que se repite una y otra vez.
Entró en casa después de haber estado en la calle durante casi toda la tarde y escuchó un grito reprimido que provenía de la habitación de Lidia. Cuando entró y vio la dantesca escena quiso ayudarla pero le bloqueó el miedo. Escapó de las garras de uno de los gorilas cuando quiso agarrarlo y salió corriendo de allí como un cobarde. Sin embargo, no llegó muy lejos. Tropezó y cayó escaleras abajo dándose varios golpes en brazos y piernas. Cuando consiguió levantar la cabeza sintió un fuerte golpe en su espalda y luego otro...
Se despertó al cabo de unas horas, de noche, en el suelo del salón de su casa con la boca llena de carbón. Supuso que se lo introdujeron para que no pudiese gritar si se despertaba. Se supo atado de pies y manos, a penas podía respirar y el carbón le producía arcadas. Se zarandeó de un lado a otro y sintió dolorido todo el cuerpo. Vio que estaba sobre un charco de sangre y comprendió entonces la paliza que le habían propinado. ¿Le habrían dado por muerto? Tras unos minutos de esfuerzo consiguió hacerse con la pequeña navaja que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y cortó las cuerdas con las que le habían atado. Le extrañó comprobar que eran las que conformaban el tendedero del patio.
Cuando consiguió levantarse se fue directo al dormitorio de su hermana. Yacía atada al cabecero de la cama desnuda y con la cara desfigurada. Vio todos y cada uno de los repugnantes actos que había sufrido incrustados en su cuerpo. La dejaron sin alma, sin vida. Cayó al suelo y estuvo en silencio con la mirada perdida durante casi una hora. Después salió de allí como conducido por una fuerza extraña que le alejaba de ella. Acabó durmiendo junto al puente romano, mirando La Mezquita.
Existían en él una mezcla de sensaciones entre las que se encontraba la culpabilidad. Consideraba que no es que no hubiese podido ayudarla, sino que ni siquiera lo intentó. Divagaba perdido en un sinfín de lamentos cuando oyó un estruendo proveniente de la autopista que lo sobresaltó.
Una hilera de coches aun visibles se extendía a lo largo de la carretera con dirección a Sevilla. Una columna de humo negro ocultaba una colina sobre la que se alzaba un pueblo desconocido.
"¿Y ahora qué?" se preguntó. Caminaba con grandes zancadas, mirando al frente, balanceando sus hombros de izquierda a derecha, casi sin cojear. Iba a ver lo que ocurría con la firme intención de no volver sentirse un cobarde.

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

23 de abril de 2009

...

Puedes seguir con la cantinela del que quiso ser y no pudo; atender a las razones contendidas dentro de un paquete de tabaco; mezclar las lágrimas con el aire; o susurrarle al viento viejas oraciones olvidadas por los mismos dioses.
Pudiste deshacer el tiempo, deshilachar enredos, enredarlos aún más, sacudirle el puño al primer cuerpo opaco que se te pusiese por delante, reventarle los hocicos a cualquier cerdo sin San Martín o embaucar a cualquier hada que se dejase.
Podrás esculpir a golpe de cubata estatuas nuevas, efímeras, eternas o etéreas. Podrás hablarle de tú a tú al wáter, escupirle si hace falta, ensañarte con tu hígado o desperdiciar tu saliba con la rubia de bote que se cambia de nombre todos los sábados.
En cualquier caso, también podrías pedirme a mi el paquete de tabaco.

17 de marzo de 2009

La Trama III

Laura encontró el autobús que habría de llevarla hasta Sevilla. Era un mastodonte de metal, de colores rojos y blancos. El conductor se dedicaba a picar billetes mediante movimientos mecánicos. En ocasiones miraba a su alrededor mostrando su incomodidad por el bullicioso día que estaba viviendo. El estrés se debía estar apoderando de todos los que trabajaban en torno a aquella estación.
Ella provenía de la estación de trenes, donde se estaba informando a los viajeros que la huelga de maquinistas había provocado la suspensión de más de la mitad de los viajes previstos, por lo que se aconsejaba a los viajeros que no tuviesen billetes buscar algún medio de transporte alternativo. Laura era uno de estos viajeros.
Las dos estaciones se encuentra ubicadas la una frente a la otra, por lo que resultaba más que previsible que los viajeros como Laura se dirigiesen hacia la estación de autobuses para tratar de realizar su viaje. Y así fue que después de más de un cuarto de hora de cola y de haber tenido que discutir con el personal de la empresa que ofrecía viajes a Sevilla, consiguió el billete que le llevaría hasta su destino. En cualquier caso, estaba disgustada. Tendría que hacer escala en Écija, La Luisiana y Carmona. Esto era un auténtico fastidio porque ella conocía que la empresa que le vendió el billete también ofertaba viajes directos hasta Sevilla, pero pudo saber que, minutos antes de que ella llegara a la ventanilla, éstos se habían agotado, teniéndose que conformar con el que finalmente compró.
Subió al autobús con su libro entre las manos. Su mirada deambulaba por el autobús seleccionando la mejor plaza posible. No quedaban dos plazas juntas desocupadas por lo que tendría que seleccionar acompañante. Atisbó al fondo una plaza de ventanilla que quedaba libre merced a que una señora había escogido la de pasillo. Vio en la plaza del otro lado del pasillo a un niño pequeño acompañado de un señor de pelo cano y gesto sonriente. A Laura le pareció obvio que el niño estaba acompañado por sus abuelos. Se dirigió hasta aquel lugar y, tras observar por instante al crío jugueteando con una pequeña pelota de goma-espuma, esbozó unas tímidas palabras.
- Perdone señora, ¿está ocupado este asiento? - Lo señaló para reforzar sus palabras, ya que dudó de que el bajo volumen con el que las pronunció hubiese permitido a la mujer adivinarlas.
La anciana no dijo una paplabra pero se levantó del asiento para dejarla pasar. Tenía un gesto agradable, envuelto por un pelo negro a medio recoger con una coleta. Cuando consiguió sentarse sintió que era observada por su acompañante.
- Es un buen libro. Me gustó leerlo - Dirigió sus ojos directamente a los suyos y Laura se sonrojó. Tenía días en los que no conseguía vencer su timidez. Bajó la mirada aprovechando que su libro yacía encima de sus piernas.
- No - sonrió la anciana - no hablo del tuyo.
Laura la miró con cara inquisidora. La mujer hizo una seña con los ojos ayudándose de un leve movimiento de cabeza. Su barbilla señalaba al exterior del autobús.
- Te está mirando desde que te sentaste.
Jersey verde y vaqueros claros; labios abiertos y mirada perdida; parecía alto, tenía el pelo moreno y los ojos eran muy oscuros, casi negros. Parecía guapo, aunque tal vez demasiado seguro de sí mismo. A pesar de ello, en aquel momento no lo parecía por la cara de alelado que tenía mientras miraba al techo de la estación. Porque la mujer se equivocaba: no la miraba a ella. Después de unos segundos, Laura creyó adivinar qué era lo que miraba.
- ¿No lo conoces? - la anciana hizo que desperatara de su embobamiento.
- No me mira a mi. - dijo esquivando la pregunta - Ha descubierto que falta una dársena.
Y se sonrió.

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

9 de marzo de 2009

La Trama II

No estaba allí. Lo comprobó en tres ocasiones y llegó a esa conclusión. Edgar ladeó la cabeza y frunció el ceño. Observó una vez todo cuanto acontecía a su alrededor. Personas sin ninguna relación entre sí caminaban abriéndose paso para llegar a lugares que les llevarían a otros más lejanos. La estación de autobuses de Córdoba presentaba un aspecto demasiado metropolitano para su gusto.

Veía cómo grandes pilas de maletas y bolsos eran encerradas en el interior de autobuses de más de cincuenta plazas, todas ellas ocupadas. Asistía a las frecuentes discusiones entre empleados de la estación y los viajeros irritados que habían tenido algún tipo de problema con billetes. Era evidente que aquel día, por la razón que fuese, no era un día cualquiera en la estación. Muchísima gente se agolpaba en las ventanillas y se formaban grandes colas cuando llegaba la hora de subir a los autobuses. Aquello le hizo deducir que los autobuses estaban al completo y observó que algunas compañías habían decidido ofrecer dos autobuses para poder satisfacer la demanda existente en aquella tarde de domingo de Septiembre.

"Todo el mundo que pasa el fin de semana aquí, vuelve o se va a casa los domingos, debe ser normal todo esto", pensó mientras devolvía la vista al libro que sostenía entre sus manos.

Fue el ruido que hizo en su salida el autobús que había estado aguardando durante más de una hora en la dársena número veintitrés la que le hizo devolver la mirada al techo de la estación. De él colgaban unos tubos de plástico rígido que se remataban en una especie de farolillos en el que se indicaban los números de la dársena sobre la que estaban situados.
Volvió a echar un vistazo a todos los artefactos que tenía a su alrededor. Buscó cada uno de los números por orden de menor a mayor y los relacionó con la dársena a la que hacían referencia. "Quince, dieciséis, ..., veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés". En esta ocasión se terminó de convencer. El farolillo número veintidós no estaba sobre ninguna dársena.
A Edgar le parecía un error tan claro en la organización de la estación que decidió que no podía ser casual. ¿Pero qué causa podría haber motivado este hecho? Tuvo entonces un largo momento de abstracción del mundo. Quedó paralizado con la vista perdida en el infinito mientras trataba de imaginar mil y una historias que pudieran responder a su cuestión. Cuando salió del trance cayó en la cuenta de que, sin quererlo, había depositado su mirada en los ojos azules de una mujer rubia que le regalaba una sonrisa desde su asiento en el autobús de la dársena veintiuno.




Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

26 de febrero de 2009

La Trama I

Como los mosquitos alrededor de las farolas, pululaban los curiosos junto al cuerpo que yacía sobre el cesped. Parecía estar herido en el corazón, como si hubiese sido sacudido por mil demonios, abatido por el paso de una noche interminable. Miraba al cielo, sus brazos y sus piernas estaban abiertos, como dispuestos a dibujar un ángel en una nieve que se encontraba a muchos kilómetros de allí.
Era un chico que a penas podría contar los veinte años. Aunque de poca estatura, parecía fuerte, tenía el pelo corto y moreno, nariz aguileña y una boca extrañamente sucia, como tiznada con carbón. Tenía gesto serio y se podía advertir un ligero temblar que podría denotar cierto nerviosismo. Una lágrima se daba a la fuga por el rabillo de uno de sus ojos.
Por fin, uno de los mosquitos que por allí pululaban se agachó para tratar de reanimarlo. Puso su mano en el pecho y lo movió para ver si reaccionaba, pronunció algunas palabras y volvió a zarandearlo. El chicó abrió unos ojos negros tan cansados como hinchados por las lágrimas. Ni se inmutó al descubrirse en aquel lugar. Mirando al mosquito articuló las primeras palabras de la mañana.
- De... déjame, estoy bien - Hablaba sin conseguir vocalizar.
- ¿Qué te pasa? - dijo el curioso.
Pero el chico volvió a cerrar los ojos, apretándolos, desando que toda la gente que lo miraba desapareciese. Por fin el mosquito desapareció y el ángel tumbado en la hierba siguió durmiendo durante toda la mañana.
La Torre de la Calahorra se ubica en uno de los extremos del Puente Romano de Córdoba. Su piedra, relativamente blanca, respira historia. Fue la entrada sur de la ciudad hasta ser engullida cuando las casas invadieron su margen del río. Al otro lado del puente se alza la Mezquita y, a ambos lados de la ribera del río en la que se ubica la Torre, existe un cesped al que acude la gente para pasear u otros menesteres.
Allí, tumbado entre siglos, sobre el suelo por el que una vez el Guadalquivir arrastró sus aguas, un chico sacudía su cabeza entre sollozos. Se durmió siendo un niño y despertó con el peso del miedo sobre su espalda, peso con el que carga la madurez a los que la alcanzan. Se supo indefenso y vulnerable como el niño que ya no era.


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.



24 de febrero de 2009

Messenger

a partir de una canción de bunbury

Manuel - dice:

Soy un explorador solitario que perdió la brújula y el mapa
Y ustedes me han visto siempre en acto de servicio,
Dándolo todo, a punto de perder la vida,
Desnudo como Adán el primer día.
Soy el hombre delgado que no flaqueará jamás.
Mis deseos no son ya sino nidos abandonados
Y son insuficientes las explicaciones que nos han dado.
Lucharé contra todos los que digan lo mismo que yo y no me contradigan

Mateo; . dice:

El Norte:

Manuel - dice:

el sur:

Mateo; dice:

Solo palabras que nos muestran un mamino a seguir en la niebla espesa q es la vida, echos las piedras con las q hemos tropesado y las q tropesaremos en nuesto camino y la lucha aquella amiga y enemiga que nos acompaña desde chiquititos para poder reclamar lo q nos meresemos solo nosotros somos los q devemos elegir con q arma espresar la lucha.

Manuel - dice:

El último:

Manuel - dice:

"Mi patria en mis zapatos, mis manos son mi ejército"

Mateo; dice:

Con ella respiro, respiro y me espreso mi palabra es mi arma,

Mateo; dice:

mejor dicho mi boca es mi arma

Manuel - dice:

las flechas más afiladas se forjan en la lengua

Mateo; dice:

y los mejores escudos tamben salen de ella

Manuel - dice:

pero ha de servirnos como último lugarteniente la coraza eterna en el alma que no es aquella sino la que envuelve al corazón

Mateo; dice:

yo llamare a mi mariscal de campo aquel q save si es justa la batalla, para callar en ultima instancia y dejar el corazón ileso de un dacho mayor

Manuel - dice:

y harás bien pues al reducto del corazón no debe acudirse sino es en caso de última defensa

Manuel - dice:

mientras queden armas con las que combatir sobrarán los escudos

Mateo; dice:

largo a de quedar el dia en q no me guarde de sacar los escudos del corazón yllamar al sodado q dureme en mi interior la bestia q solo se saciara con la sangre del opresor

Manuel - dice:

mateo

Mateo; dice:

dime

Manuel - dice:

hace ya un par de frases

Manuel - dice:

que he decidido publicar esta conversación




así, sin corregir ni nada, para suene puro

18 de febrero de 2009

Todo sería diferente si...

Todo sería diferente si inventáramos la manera de sonreír sin pensar en nada. La solución radica en crear soledad en el sentimiento de culpa y en el miedo. Si los aíslas será el comienzo de la libertad, y con la libertad vendrá la sonrisa y tras ella, generalmente, se esconde la felicidad.

Pero la felicidad no se mantiene, es fugaz, es breve, es un momento estelar dentro de un cauce lleno de momentos que emanan de una tierra áspera y cruel. Porque de las personas no se puede esperar otra cosa que no sea su propio interés. Es de ahí de donde parten todas y cada una de sus acciones. El trabajo para la autorrealización, para alcanzar la felicidad. No ayudamos, ayudamos porque nos ayudamos.

Y sin embargo, suelo confiar en las personas, incluso demasiado.

8 de febrero de 2009

Historia de un asesinato

...Os lo contaré aquí, pero os aviso: no es mi estilo soltar una parrafada a cerca de verdades universales teorizadas en el nombre de la lógica o la razón.
Acudí al bar con la intención de matarle. Estaba apoyado en una butaca, junto a la barra. Conversaba entre risas con dos o tres amigos. Fumaba Chester. Ocultaba su cuello con una rebeca negra de cremallera que le llegaba a cubrir parte del pelo. Corto, castaño. Él no me conocía y no iba a reconocerme, así que lo miraba sin descuido, como mira un depredador a su presa.
Media hora después estaba muerto. Podría describir todo lo que pasó durante esos minutos. El cuchillo, la sangre, los gritos... Pero mi mente aun no ha terminado de ordenarlo todo. Fue todo muy rápido, como un suspiro. Sí recuerdo perfectamente la tarea de limpiarlo todo para ocultar el hecho. Comprobé que la sangre fresca sale muy bien de la tela, sólo deja un suave cerco en el perímetro de lo que fue la mancha. Pude salir del lavabo sin dejar a penas huellas en mi ropa ni en el suelo. Cargué con él y lo enterré donde había previsto, sin ningún sobresalto. La tumba estaba intacta y la pala donde la había dejado. Deposité el cuerpo inerte en el agujero y eché toda la tierra encima.
Lo encontraron a los tres días. Como lo enterré en un terreno que pertenece a su familia es poco probable que encaminen la investigación hacia mi. No creo haber dejado ninguna pista. Nadie me vio aquella noche, el pueblo estaba desierto, llovía y hacía frío. Nadie pudo verme. Fui muy cuidadoso. Creo que los familiares ni siquiera notaron su falta.
Ahora ya nadie ocupará su lugar. Es mejor así, ¿cómo podía no querer su vida? Daba tanta rabia observar con envidia su vida y ver que él no se sentía privilegiado...
...pero no es mi estilo soltar una parrafada a cerca de verdades universales teorizadas en el nombre de la lógica o la razón. Ni siquiera me parece buena idea...

6 de febrero de 2009

Llueve

Que se cuide el agua de caer como cae, porque el día en el que la tierra se harte de agua la expulsará con violencia al mar, y será entonces cuando todos noten que la lluvia caía sobre un lugar llamado tierra.

Aún el mundo no sabe con quién está tratando. Pero no cabe sino esperar a que, gota a gota, los embalses sucumban y los cauces se derramen. Habrá agua en todos los rostros del mundo.

2 de febrero de 2009

El síndrome de Peter Pan

Era un martes disfrazado de lunes. Tú ibas cogido de la mano de tu madre y yo acariciaba mi perro en la puerta de mi casa. Tenías el pelo enmarañado y una mirada perdida en un cielo surcado por los gorriones intrusos de aquella primavera.
Recuerdo poco de aquella escena. El sonido de los tacones de tu madre al andar, un murmullo y la respuesta de mi madre, porque sé que hubo respuesta aunque no recuerde cual fue.
Los tacones se alejaron y, con el tiempo, se fueron zambullendo en mi memoria, mezclándose con todos los pensamientos que el paso de los años provocaron.
Hoy era un martes disfrazado de lunes. Andaba por el centro de la ciudad sin tener ningún destino ni ninguna prisa. Como siempre, iba mirando alrededor para ver calles, escenas, fachadas o cualquier otra cosa. Miraba la cartelera del Gran Teatro mientras atravesaba la avenida y me niego a confesar que tropecé contigo. Siempre me digo que fuiste tú quien vino a tropezar conmigo.
El caso es que nos vimos, nos sonreímos y nos fuimos... de copas para recordar los viejos tiempos en los que jugábamos al rey en una montaña de paja, le pegábamos patadas a una chapa en el recreo del colegio o nos escapábamos con la bici en las siestas de los veranos.
Aprovechamos ese tiempo, porque igual no nos volveríamos a ver hasta que no pasasen otros cuantos años.

27 de enero de 2009

Cadenas

Te siento inspirado, corazón,
y mis dedos se quejan porque no te encuentran.
Siento inspirado al corazón,
y la Luna me sonríe sin las palabras que me faltan.
¡Late, corazón!
y al son de tus latidos, describiré una sensanción.
Te siento inspirado, corazón,
...
y el miedo reprime mi oración.
¡Que acudan los versos a mi boca!, que con el tran-tran de mi teclado se me quedan cortas las palabras.

26 de enero de 2009

Aviones de papel



Y a la luz del día, cuando la Luna era ya una mancha blanca sobre el azul del cielo, escribió los versos que convertirían su estado de ánimo en la chispa de su destino. Cogió el papel y lo echó a volar junto a los sueños que aun le quedaban por cumplir.

14 de enero de 2009

El señor de las nubes

Cuando fui a ver al minúsculo hombre que habitaba bajo tierra pero que salía de vez en cuando para que le diera un poco el sol, me encontré con una tortuga que se lo había zampado hacía unos pocos minutos, al menos eso fue lo que me dijo y yo, que no suelo desconfiar de las tortugas glotonas, la creí.

Pero cuál fue mi sorpresa cuando una noche que iba por la zona donde vivía el minúsculo hombre que habitaba bajo tierra me encontré con él. Pero esta vez no llevaba el traje irlandés de color verde y pelo rojo, sino unas sandalias doradas y una toga anudada al hombro al más puro estilo grecorromano. El pelo también le había cambiado, era de un color rubio intenso, pero su cara era la misma. Así que una vez me hubo explicado que a las tortugas se les indigestan los hombres que habitan bajo tierra por estar cubiertos por una fina capa rasposa similar a la de la piel de tiburón, le pedí lo que quería haberle pedido aquella vez que estaba dentro de la tortuga.

- Minúsculo hombre que habitas bajo tierra, he venido a pedirte que me prestes la pandereta con la que consigues que todo el mundo cante y baile a tu alrededor.

- Y dime jóven Paladín de la Pradera ¿para qué quieres tan cruel instrumento?

- Pues para tocarla en una fiesta que voy a dar en casa y así todo aquel que esté a mi alrededor cantará y bailará.

- Y dime jóven Paladín de la Pradera ¿para qué quieres hacer eso que dices?

- Porque me parece una bonita manera de pasármelo bien.

- Pero es que yo no quiero dejártela jóven Paladín de la Pradera.

- Y, ¿por qué no quieres hacerlo?

- No hay "por qué", es que no quiero.

- Pero algún motivo habrá. Siempre se hacen las cosas por algo. ¿Es porque no te rescaté del cautiverio mientras estabas dentro de la tortuga?

El minúsculo hombre que habitaba bajo tierra guardó silencio unos segundos.

- Contéstame, por favor - le pedí.

- No tendrás respuestas, ya te he dicho que no quiero.

Ante las contestaciones que me daba el minúsculo hombre que habitaba bajo tierra, me enfadé. Pero no me enfadé porque no quisiera prestarme la pandereta con la que hacía cantar y bailar a todo el mundo que estaba a su alrededor, sino porque no me quería decir por qué no quería prestármela. Me enfadé tanto que, a pesar de que me lo pasé muy bien en la fiesta que di a mis amigos, decidí no invitarle a él y, más aún, también decidí no volver a hablarle nunca jamás porque no quería hablar con alguien que no quisiera contestarme a unas preguntas tan simples.

Y así pasaron los años y nunca más supe nada más de aquel minúsculo hombre que habitaba bajo tierra hasta que un día me encontré con la tortuga que se indigestó con el minúsculo hombre. Hablando con ella supe que los minúsculos hombres que habitan bajo tierra, en realidad no tienen la piel de tiburón, como me había contado él.

- Los minúsculos hombres están hechos de carne y hueso como casi todo el mundo, y muy apetitosos que son por cierto.

- Y si tan ricos están, ¿cómo fue que lo volviste a sacar para afuera? - le dije, aunque a mi un minúsculo hombre que habita bajo tierra no me ha parecido nunca un bocado apetecible.

Observé que a la tortuga se le asomaba una sonrisa por la comisura de sus ásperos labios.

- Porque me lo pidió de una forma tal y me dio unas razones tan absolutas que no pude sino hacerle caso y no comérmelo.
Tengo que decir que estaba entre extrañado por la actitud complaciente de la torutuga ante su merienda y enfadado nuevamente con el minúsculo hombre al haber descubierto el embuste del que fui víctima.

- Y ¿cuáles fueron estas razones?

- A ti te lo voy a decir. Me dijo que le guardara el secreto y eso haré. Además, se que estás enfadado con él y que ya no sois amigos, por lo que menos motivo y derecho tienes a saber cosas sobre él.

La tortuga me provocó tanta curiosidad que terminé por ir un día a espiar al minúsculo hombre que habitaba bajo tierra. Pero era la entrada a su casa bajo tierra tan minúscula que a duras penas podría esconderme de él.. Por lo que todos mis intentos de espionaje terminaban por desecharse, abandonando por fin la idea -que no el anhelo- de poder saber cuál era el secreto de la tortuga y del minúsculo hombre.

Y abandonada la idea estaba hasta hoy, que me he encontrado en el baúl de mi desván este pedacito de leyenda que forma parte de una mayor que no detallaré porque no me gusta demasiado y que ha resuelto todas mis dudas.

Cuenta el pedacito de leyenda que siempre ha existido, existe y existirá un minúsculo hombre que habita bajo tierra y que sale de vez en cuando para que le de un poco el sol encargado de ser el dueño de los truenos, los rayos, los vientos, los mares, la luna, las estrellas, la tierra, el fuego y del agua de la lluvia, los rios y los mares. El minúsculo hombre siempre ha podido, puede y podrá manejar a su antojo cada uno de estos elementos, debiendo para esto, tener la responsabilidad de hacerlos funcionar adecuadamente para que no ocasionen mal a ningún ser vivo. Para ello, el minúsculo hombre siempre se ha valido, se vale y se valdrá de una pandereta de oro blanco que él mismo eligió para el resto de sus días y que no puede perder, prestar ni cambiar nunca jamás porque si lo hiciera sería el fin del universo en general y de su vida en particular.

Así, todas las noches desde el comienzo de los días se viste con un traje similar al de undios, sube una escalera que existe en su casa para llegar hasta el cielo y, desde el punto más alto de la nube más alta, redacta a golpe de pandereta -que es como se entiende con sus elementos- todo lo que debe acontecer durante el día que sigue.

Y cuando hoy he leído el pedacito de leyenda que hablaba del minúsculo hombre que habita bajo tierra y que sale de vez en cuando para que le de un poco el sol, se me ha pasado el enfado que tenía con él. Aunque me parece a mi que él no me perdonará por haberme enfadado con él y se enfadará conmigo, si es que no lo está ya.


Moraleja: Si preguntas y no te contestan... pues por algo será.

12 de enero de 2009

Senda

UNO.- Caminas.

OTRO.- Eso hago.

UNO.- ¿Estás seguro de dónde vas?

OTRO.- No.

UNO.- ¿Y por qué caminas?

OTRO.- Caminar es lo que hay que hacer.

UNO.- No siempre.

OTRO.- Cuando estás parado y crees que no caminas, caminas.

UNO.- ¿Y no tienes miedo?

OTRO.- Siempre.

UNO.- ¿Y qué haces con él?

OTRO.- Vive conmigo pero no sobre mi.

Los sentidos se agudizan con el paso de los pasos hacia el rumbo de lo desconocido encubierto por la niebla de los días que quedan por venir. El barro impregnado en cada uno de los zapatos entorpece el caminar sigiloso y convencido que en ocasiones tiende a tambalearse merced a alguna piedra en el camino o a una ráfaga de viento malintencionada.

9 de enero de 2009

Fuego.

Llegó el día de la insurrección. Todo estaba dispuesto para que los hechos tuvieran lugar pero el miedo sacudía su estómago de manera que paralizaba todo su cuerpo. Ante él inmensos campos se desenvolvían en un terreno quebrado, escurridizo, húmedo. Detrás suyo Córdoba mora, esquiva, perdida bajo un cielo azul turbado por el grisáceo de las nubes. Desde la sierra la Mezquita se levanta hermosa rematando la judería. Como bañada por el Guadalquivir, no muere, sino que revive su belleza a cada mirada que recibe. Miradas de siglos la contemplan.

El huidizo sentimiento le paralizaba pero su decisión estaba tomada. Se dirigió hacia la casa que se presentaba a su izquierda. Cortijo andaluz, paredes blancas, portalón de grandes dimensiones sobre el que se apoya el balcón principal de la vivienda; a ambos lados, ventanales en los que prevalecía la proporción vertical de manera que la poca altura del caserío era disimulada por éstos, haciéndola imponente a la vista. Se sintió diminuto al picar a la puerta.

Silencio. Llamó de nuevo. "¡¿Quién vive?!" dijo. No hubo respuesta.

Dio una vuelta alrededor de la casa y comprobó que no había nadie, lo que sofocó su ansiedad. No mataría a nadie aquel día. Sin embargo su tarea debía ser ejecutada. Repartió alrededor del caserío una serie de trapos impregnados de aceite. Cuando terminó prendió cada uno de ellos con la antorcha que había llevado consigo para tal propósito.

El fuego se propagaba por las vigas y ventanales de madera de forma voraz. Cuando estuvo seguro de que el ardería por completo sin más ayuda, abandonó el lugar. A la mañana siguiente solo encontraría ruinas y escombros.