26 de enero de 2013

El otro monje de Los Cobos.

- El secreto está en la muñeca.
- Ya lo veo. - Dirigía mi mirada a la mano en la que sostenía el dardo.
- ¿Qué ves? - Ella, aunque aun miraba a la diana, sonreía.
- Pues que no mueves la muñeca para nada. - Se empezó a reir - ¿No es eso? Si te fijas, lo único que haces es girar el codo para lanzar el dardo...
- Con "muñeca", me refería a una Barbie que me regalaron cuando era una cría. A mi no me gustaba en absoluto, así que lo que hacía con ella para entretenerme era lanzarla a la papelera que tenía en mi cuarto una y otra vez. Todos los días la recogía mi madre y la ponía en la estantería; todos los días la cogía de la estantería y jugaba a lanzarla a la papelera. Así fue como desarrollé esta puntería que tengo jugando a los dardos.
Me quedé con cara de no saber muy bien de si lo que le estaba contando era verdad o si Laura se estaba quedando conmigo.
- ¿Me estás contando en serio que tenías una muñeca a la que tirabas a la basura todas las tardes durante todos los años de tu infancia?
- Bueno, realmente a los dos años de tenerla la tiré. Me acuerdo del día y todo. Íbamos a La Carlota en el coche de mi padre e iba discutiendo con mi madre. Ya no recuerdo el motivo de la discusión pero sí que me acuerdo que me enfurruñé tanto que bajé la ventanilla del coche y tiré la muñeca cuando pasábamos por delante de Los Cobos
- Esa curva tiene su historia.-Sonreí haciéndome el interesante.
Ella soltó una carcajada. En ocasiones parecía que cuando se reía se asomaba una lágrima a sus ojos verdes.
- ¿Tú también conoces la historia del monje de Los Cobos?
Me quedé sorprendido. Laura era de Córdoba y, aunque había pasado los primeros años de su vida viviendo en La Guijarrosa, se mudó demasiado pronto como para conocer la historia que tenía en mente.
- ¿Conoces la historia del monje de Los Cobos? - dije.
Ella intuyó mi sorpresa y quiso explicarse.
- El otro día estaba en La Trama, el bar de la Judería que es propiedad de mi amigo Aurelio, y un tipo se me acercó cuando ya estaban a punto de cerrar. El muy tunante pretendía ligar conmigo y, como le vi bastante torpe en el intento, decidí divertirme un poco poniéndole en el compromiso de que me contase un cuento antes de irme a casa.
- ¿Y el tipo este te contó la historia del monje de Los Cobos?
Laura asintió.
- Me contó un galimatías bastante creíble sobre una congregación de monjes jesuitas que decidieron desobedecer la orden por la que todos los de esta congregación eran expulsados del país.
- No sabía que los jesuitas fueron expulsados de España.
- Pues ya ves. Yo tampoco lo sabía pero, según me contó este tipo, unos cuantos se mantuvieron escondidos en los alrededores de Los Cobos y que ahora queda uno de ellos que se dedica a deambular por la zona. Me pareció bastante entretenida aunque, desde luego, con esa historia no consiguió engatusarme ni un poquito. ¿Qué clase de historia es esa para enamorar a una dama?
- ¿Una dama? - pregunté con sorna.
Ella se enfurruñó.
- Te ignoro por no escucharte, porque si te escuchara dejaría de ignorarte.
Dejé pasar aquél improvisado e impertinente pareado y continué con la conversación.
- De todas formas esa no es la historia que yo he escuchado.
Laura soltó una carcajada. El verde de sus ojos ganaba en intensidad cuando los achinaba para sonreir.
- A ver, ilústreme su eminencia.
Ignoré su dardo envenenado de ironía y procedí a contarle mi "verdadera" historia del monje de Los Cobos.
"Hace cosa de año y medio hubo un accidente en esa curva que hay delante del cortijo de Los Cobos. Un Opel Vectra gris chocó contra un Honda Civic que estaba atravesado en la carretera. Por lo que parecía, el conductor del Civic había perdido el control del su vehículo y no tuvo tiempo de quitarlo de la carretera antes de que el Vectra colisionara contra él.
Los dos ocupantes que viajaban en el Opel Vectra sobrevivieron al accidente sin tener heridas de consideración y por eso hoy se conocen los detalles del siniestro. Sin embargo, nunca se encontró el cuerpo del conductor que viajaba en el Honda Civic. No había ni rastro de él, ni tampoco de su sangre. Los viajeros del Vectra fueron interrogados y posteriormente acusados de haber escondido el cadáver del dueño del Civic. A estas alturas aun hay un juicio pendiente en el que se determine la culpabilidad de estas personas.
Tras dos o tres semanas de búsqueda por la zona, al desaparecido se le dio por muerto. En cualquier caso, la policía pudo identificarlo por la matrícula del coche. Se trataba de un hombre que llevaba un par de años viviendo en Montilla. No tenía familia conocida ni tampoco amigos que fuesen lo suficientemente íntimos como para saber algún aspecto de su vida que pudiera ser relevante para ayudar a localizarlo.
Por otra parte, es cierto que existen habladurías de que, desde entonces, algunas noches se ha visto a alguien por los alrededores del cortijo. Lo que a mi me han contado es que se trata del fantasma del dueño del Honda Civic que vaga por la zona sin que nadie sepa con exactitud cuáles son sus pretensiones."
Laura me miraba con cierto aire de incredulidad.
- Me gusta la historia que me contó el tipo este en Córdoba. Tenía cierta dosis de realidad que la hacía más creíble.
- Es verdad que el tema del fantasma se carga la historia. El caso es que yo conocí al tipo que conducía el Civic. - Ahora sí conseguí que Laura me prestara atención con cierta sorpresa. - Era un tipo serio, muy callado. Decía que venía de muy lejos pero tenía un acento andaluz (sevillano concretamente) que no podía con él; y su aspecto era muy raro: pelo rojo casi como el fuego, nariz aguileña (como el de Ketama), ojos extrañamente oscuros y un color de piel tan blanco como la leche...
En este punto Laura puso un gesto de terror que nunca habría imaginado en su cara.
- ¿Qué te pasa? - le dije.
- Ese es el mismo tipo que me contó la historia del monje de Los Cobos.
 El corazón se me encogió en un puño.
- ¿Te dijo cómo se llamaba? - pregunté gravemente.
Ella negó con la cabeza.
- ¿Cómo se llamaba el dueño del Civic? 
- Ahmed.
Tras unos segundos de silencio y de sorpresa simultáneas, Laura iluminó su rostro con una sonrisa divertida y me dijo:
- ¿Acabamos de crear una nueva historia del monje de Los Cobos?
Aunque sonreí, en mi fuero interno seguía dándole vueltas a aquella coincidencia tan poco probable de darse.

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15 de enero de 2013

El pirata de La Sola

- Y ahora sólo puedo decir: adiós amor, adiós. Hemos compartido juntos tantos momentos, hemos ido a tantos lugares y hemos visitado tantas ciudades que hoy, el día en el que nos separan, únicamente puedo mirar atrás y comprender, de la forma más amarga posible, que nunca podremos repetir experiencias similares a las que hemos vivido hasta ahora.

Lo has sido todo para mi, Minerva; eres mi vida. Por eso no hayo mejor despedida que la que hoy se nos presenta: tú seguirás comandada por estos miserables, mientras que yo seré arrojado al mar. Pero sabe Dios que prefiero esta muerte mil veces antes que verte en las manos de otros. He nacido para ser el Capitán del navío en el que hoy me encuentro y será un orgullo morir por haberlo defendido con mi vida.
Tras este soliloquio, D. Justiniano, el capitán del Minerva II, saltó al mar sin que hiciera falta empujón alguno para ayudarle. Los asaltantes del navío vociferaron festejando el salto de tan noble personaje, habida cuenta de que era el último de todos aquellos integrantes de la anterior tripulación que no habían cedido a las pretensiones de D. Gustavo, el nuevo capitán. Quedaron vivos cinco marineros que aceptaron adherirse a un juramento mediante el cual pasaban a convertirse en piratas y renunciaban, de esta manera, a las vidas que habían llevado hasta ese momento.
Reían, brincaban y bailaban todos menos estos últimos y D. Gustavo, quien mantenía una pose recta, con la mirada al frente y el mentón exageradamente levantado. Era un hombre fornido de piel tostada por el sol y una melena negra como el tizón. Su barba era frondosa y oscura; su gesto era tan serio que podría atemorizar a cualquiera que posara sus ojos en él. Vestía completamente de negro, llevaba una elegante capa corta y un sombrero de ala ancha; sus botas parecían haber pisado más mundos de los que pisan la mayoría de los mortales y sus guantes, de cuero negro, cubrian unas manos enormes en las que faltaban los dedos meñique y anular de la derecha.
Yo, que me encontraba viendo toda la escena a través de la rendija de una escotilla entreabierta, no daba crédito a todo lo sucedido en las últimas dos horas. El capitán Justiniano había permitido embarcar a varios hombres que habían solictado su permiso desde un pequeño barco pesquero. Estos hombres resultaron ser piratas que, sin mediar palabra, asaltaron el navío y tomaron el barco a través de la violencia. Poco después, toda una nueva tripulación se había hecho cargo del Minerva II desplazando a la anterior.
Mi nombre es Aurelio y era uno de los varios polizones a bordo del Minerva II que buscaban una nueva vida en las Islas Canarias, pues ese es el rumbo que había tenido aquel barco hasta entonces.
Poco después de que todo aquello tuviera lugar, los polizones fuimos siendo descubiertos uno tras otro. El primero fue un ingenuo chaval llamado Ahmed que fue arrojado al mar sin miramientos. Recé por su alma todos los días hasta que empecé a rezar por la mía el día en que me descubrieron a mi, puesto que fui el segundo polizón en ser arrestado. 

Me sorprendieron cogiendo comida del almacén de las cocinas y fui llevado inmediatamente en presencia del capitán. Recuerdo que D. Gustavo me interrogó acerca de mi destino y de mis pretensiones. Me hizo mil y una preguntas sobre quién era y a qué había dedicado mis días hasta entonces y a todas respondí con la amabilidad y el respeto que mi educación me permitían.

Cuando el pirata hubo terminado su infame interrogatorio me dio a elegir entre nadar con los animales marinos hasta que las fuerzas me lo permitieran o unirme a su tripulación como pirata. Aunque no me convencía en absoluto dedicar mis días y mi trabajo al juramento de los piratas, opté por esta opción al tener una alternativa tan poco provechosa para mi persona.

Al poco de formar parte de la tripulación, se me fueron confiados los datos oportunos para la correcta navegación del navío. Me contaron, entre otras cosas, que nos dirigíamos a una isla venezolana a la que llamaban La Sola y que nadie, salvo D. Gustavo, sabía cuál era el motivo de este destino.

"¡Cuando lleguemos lo sabréis muchachos!", gritaba de vez en cuando sobre cubierta el capitán sin que nadie le hubiera preguntado. Imagino que D. Gustavo pretendía alentar los ánimos, en ocasiones desgastados, de los piratas. "¡Hay más riqueza y poder de la que jamás hubiérais visto jamás en esa isla!", decía.

Tardamos demasiado tiempo en llegar a nuestro destino a causa de los constantes cambios de dirección que sufría nuestro rumbo y que se hacían con la pretensión de evitar a otros navíos que podrían dar la alarma sobre la localización del barco robado. Pero puedo juraros que aquel tortuoso camino, plagado de sobresaltos, tempestades y vientos huracanados, mereció la pena por ver el paraíso que en La Sola nos esperaba.

Se trataba de un lugar maravilloso en el que a uno lo trataban como a un bendito. Había bares y lugares para la diversión en toda la isla. Viviendas de lujo, coches último modelo y playas... ¡Ah, qué playas! Para no gastar palabras en describir lo indescriptible os encomiendo a que recordéis la imagen de cualquier postal en la que hayais visto esas playas de arena blanca y agua cristalina con sus palmeras inclinadas... ¡eran esas playas!... estoy seguro de que las fotos de esas postales las sacan en esas playas. La vida en La Sola era todo cuánto uno podría desear.

Al desembarcar, la tripulación entera recibió del capitán una más que generosa gratificación económica, además de una lujosa vivienda en la isla y un fabuloso  Porsche para nuestro uso y disfrute. Tras esto, D. Gustavo nos informó de que quedábamos liberados del juramento de pirata y de que la tripulación quedaba completamente disuelta. Y cada uno se fue por donde quiso más feliz que una perdiz.

Sin embargo, no cuadraba en mi mente el motivo por el cuál D. Gustavo no había querido rebelarnos todos los favores que nos iba a hacer a nuestra llegada. Parecía como si quisiera quitarnos de enmedio. ¿De enemedio de qué? me preguntaba constantemente.

Algunos amigos que estaban conmigo en el Minerva II me decían que el capitán había perdido la cabeza unos meses atrás y que había cruzado el Atlántico en busca de un tesoro remótamente escondido en el continente americano. Me contaban que partió en su busca a pesar de que llevaba una buena suma de lingotes de oro a bordo del pesquero en el que zarpó. Nada se sabe sobre si terminó encontrándolo o si al final desistió o falleció intentándolo. No supe más de D. Gustavo ni de esa leyenda que comenzaron a difundir mis ex-compañeros piratas.

Sin embargo, el Minerva II, que aun continúa encayado en las costas de La Sola, sí que me recuerda el día en el que consentí hacerme pirata y conseguir con esto una vida holgada y llena de facilidades.


A Jara, la cuentacuentos que siempre estuvo aquí.

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7 de enero de 2013

El oro de la Torre del Oro.

Corriendo detrás de La Verdad, entendí la teoría de Einstein: era imposible acariciar o tocar a esa perra. En lugar de "La Verdad" deberían haberla llamado "Escurridiza", "Babosa" o "Cansina" por poner algunos ejemplos de nombres que combinaban mucho más con la personalidad de la perra de mi amigo.

Se trataba de una galga corriente y moliente que Einstein llevaba a cazar liebres tres o cuatro veces al año cuando se abría la veda en Otoño. "Para que se desfogue" me decía Einstein, que no era muy cazador que digamos. Esto de "que se desfogue" no lo entendía muy bien: Podía salir con ella siempre que quisiera para que corriera libremente por sus tierras. Vivía en el campo, rodeado de los olivares y campos de trigo tan típicos de aquella campiña cordobesa capaz de cubrir de luz y calor cualquier día del año. 

Sin embargo, nunca fui del agrado de contradecir al enigmático Einstein. Y aquel día, tras agotarme físicamente corriendo detrás de aquella galga negra con un lunar blanco en la frente, comprendí que tampoco se había equivocado en lo referente a lo de tocarla. No conseguí alcanzarla en ninguna de mis intentonas.

La verdad es que Einstein era un tipo de lo más particular. Su mote no provenía solamente de que siempre o casi siempre tuviese razón de una forma casi odiosa; todo lo defendía, todo lo discutía y no paraba hasta que uno terminaba cediendo a sus argumentos admitiéndolos como verdades universales. También jugaba a su favor el aspecto desaliñado que poseía la mayor parte del tiempo y las canas que poblaban un pelo normalmente alborotado. El día en el que le pusimos el mote es digno de contar, pero no será hoy...

Hoy toca contar la historia de la perra.

Como ya he dicho, aquel día estaba con mi amigo tratando de alcanzar a La Verdad. Mi amigo no la soltaba nunca porque el animal era muy dado a reírse de cualquier ser humano que tratase de echarle mano. En aquella ocasión la perra corría libremente por las tierras de Einstein porque éste pretendía demostrar que tenía razón de forma empírica.

- Es arisca la perra - Acababa de fracasar en mi enésima carrera.

- No es que sea arisca. - Lucía su siempre enervante media sonrisa. - Está jugando contigo. No se va a dejar coger.

- Y entonces ¿cómo piensas cogerla?

Einstein achinó los ojos, chupó por última vez el cigarrillo que estaba fumando y levantó el brazo señalando el horizonte.

- ¡Perra vete!

La Verdad, que hasta aquel momento, estaba babeando y ladrando mientras brincaba alrededor de nosotros se paró en seco y se quedó mirando fijamente a su dueño durante unos segundos. Acto seguido bajó la cabeza emitiendo un gemido lastimero y se acercó lentamente a su dueño. Einstein la asió por el collar y le echó la correa.

- Impresionante. - Estaba boquiabierto, desconcertado.

Mi amigo, que no pudo evitar la tentación de encenderse otro cigarro para hacer la situación lo más peliculera posible, miró a la perra con una sonrisa llena de ternura.

- Esta perra lo entiende todo al revés. No me preguntes cómo ni por qué. Desde pequeña ha sido así. Ni por gestos ni por palabras. No hay nada que hacer con ella.

Me quedé serio, consciente del problema que eso podría suponer para el dueño de un animal con esa característica.

- ¿Te he contado alguna vez cómo La Verdad me salvó la vida?

Le sonreí incrédulo. Me resultaba difícil de asimilar como cierto que mi amigo hubiera sido testigo del acto heroico de una galga salvándole la vida.

- Ven. Tomemos un café.

En el interior de su casa a la lumbre del fuego de la chimenea y el amparo de un buen café me contó una historia que ahora paso a contaros yo a vosotros.

***

Corría el año mil novecientos noventa y tres. Einstein, cuyo verdadero nombre es Torcuato de la Obra del Olmo - y así lo llamaré de ahora en adelante aunque él trata de ocultarlo a todo el mundo -, trabajaba en aquel tiempo como arqueólogo en unas excavaciones próximas a la Torre del Oro en Sevilla. Parece ser que mi amigo buscaba un tesoro perdido durante la época en la que llegaban riquezas a espuertas de la recién descubierta tierra americana.

Llevaba ya un año trabajando en aquel proyecto y no había pasado ni un solo día en el que no recibiese la llamada del Jefe de Policía Nacional en Sevilla, D. Gilberto Manzanares, preguntándole por el estado de las excavaciones.

D. Gilberto excusaba su insistencia y su interés en las obras aludiendo a razones de "bienestar de los sevillanos que ven perjudicados su nivel de vida a causa de una obrillas que no dan ningún tipo de fruto, que no van a ninguna parte y que entorpecen la correcta circulación de los vehículos en una de las arterias principales de la ciudad". Pero Torcuato sabía que era otra la motivación que empujaba a D. Gilberto a interesarse por sus excavaciones: el oro. Y Torcuato sabía esto porque no es ningún mindundi y se había fijado en que hacía alusión en demasiadas ocasiones a la cantidad de oro que podría haber allí.
La insistencia del Jefe de Policía llegó hasta tal punto que, cuando Torcuato anunció a las autoridades el descubrimiento de cincuenta lingotes de oro con el sello del Reino de España encontrados junto a los cimientos de la Torre del Oro, automáticamente se puso en marcha un dispositivo policial que acordonó toda la zona impidiendo la entrada de ningún ser viviente. Incluso mi amigo se vio impedido de acceso.

Todo olía a chamusquina. Torcuato se vio en la obligación moral de tratar de averiguar algo más sobre lo que estaba ocurriendo allí, por lo que decidió colarse dentro de las obras una noche de Abril. Era el mejor momento para hacerlo. Había Feria en la ciudad, un cielo encapotado cubría la luna y las estrellas que solían iluminar el río Guadalquivir situado junto a la Torre del Oro. No le resultó difícil llevar a cabo esta empresa ya que no había nadie que conociera las obras mejor que él.

Dentro de las obras encontró todo un batiburrillo de planos de la ciudad con unos puntos marcados. Unas anotaciones junto a cada marca hacían intuir que se estaban planeando una serie explosiones en los barrios de Triana, La Macarena, Santa Cruz, Los Bermejales y Sevilla Este; y en los puentes de Triana, del Centenario y del Alamillo. Todo un caos de destrucción distribuido de forma errática y carente de sentido. ¿Por qué no atacar la Plaza del Ayuntamiento o la Catedral? ¿Por qué no derribar todos los puentes de la ciudad en lugar de solo tres? Torcuato olvidó rápidamente este y otros asuntos y dirigió sus pensamientos al tema de la financiación: todo lo que estaba viendo sería pagado con los lingotes de oro que él había encontrado.

Torcuato comprendió que era inútil acudir a las autoridades puesto que no podía saber en quién confiar. Estaba claro que la Policía estaba metida de por medio. Así que decidió que tenía que robar el oro y esconderlo donde nadie pudiera encontrarlo mientras decidía lo que hacer con él.

Como tras el robo tendría que salir de la ciudad lo más rápido posible, metió a su perra junto con lo indispensable en el interior de su Citroën C15 y se dispuso a ejecutar su plan. Para llevarlo a cabo tuvo que valerse de la ayuda de un joven trianero de nombre Ahmed a quien convenció fácilmente, sin muchas explicaciones, diciéndole que obraba de buena ley y que nada pesaría sobre su conciencia si hacía lo que le decía. Era un chico bastante ingenuo que trabajaba para él y que se vendía fácilmente por unas cuantas pesetas.

Pero no todo salió bien. D. Gilberto que, por lo que se ve, algo se había olido, los sorprendió ejecutando el robo. El Jefe de la Policía de Sevilla no dio muchas explicaciones cuando los sorprendió.

La noche encapotada los cubría. El ruido del tráfico circundante ensordecía cada acción. La C15 estaba junto al vallado de las obras. No se podía ver el exterior ya que el Ayuntamiento, previendo que las excavaciones durarían demasiado tiempo, había cubierto el vallado de unos tres metros de altura con una lona en la que se podía ver desde el exterior el dibujo de tres navíos de la era colonial americana.

- Quietos cabrones. - D. Gilberto sostenía una pistola que tenía colocada un silenciador.

- Vete a la mierda Manzanares. ¿Qué vas a hacer con el oro?

Gilberto miró el revoltijo de papeles que había tras mi amigo y el chico llamado Ahmed. Comprendió que no había solución:

- Voy a tener que mataros por entrometidos.

La perra de Torcuato, había saltado de la C15 y ladraba insistentemente al policía.

- ¡Fuera de aquí chucho! - Con la mano que le quedaba libre, lanzó una piedra que impactó en el costado de La Verdad.

Torcuato nunca había visto a su perra tan alterada. Era una furia impropia de ella. Se abalanzó con tal rapidez sobre D. Gilberto que éste cayó al suelo presa del pánico y de las fauces de la galga.

Los ladrones aprovecharon la ocasión para coger tres lingotes más de oro y salir corriendo. Habían conseguido más de las tres cuartas partes de la mercancía por lo que mi amigo supuso que el objetivo del robo estaba conseguido. Impediría el atentado que se estaba planeando.

Lograron salir de la ciudad pero, por la seguridad de ambos, Torcuato y Ahmed tomaron caminos diferentes. No fue una despedida amistosa puesto que Ahmed no sabía de la gravedad del asunto en el que se había metido y fue eso lo que le echó en cara a mi amigo fruto de su desesperación. Nunca más se han vuelto a ver.

Mi amigo se escondió en Venezuela durante dos años. Luego volvió con otro rostro y otro nombre.

***

- ¿Dónde está ese oro ahora Einstein? - Le pregunté yo el día en que me contó todo esto.

- Es mejor que no lo sepas. - Cabeza gacha, mirada perdida.

- ¿Por qué has vuelto a España?

- Es mejor que no lo sepas. - Mi amigo estaba peliculero a tope.

- Comprendo. ¿y por qué me has contado todo esto?

- Porque quizá algún día tengas que saberlo.

Silencio.

File:Torre del Oro Guadalquivir Seville Spain.jpg



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31 de diciembre de 2012

El monje de Los Cobos.

- ¿Estás segura de que no nos conocemos de antes?
La miraba a la cara, sonriente y sin complejos, pero los pistachos que tenía por ojos me atravesaban con una mirada de esas que fulminan. Ni siquiera se volvió del todo para contestarme, no le hizo falta, las esmeraldas que tenía en la cara hablaban por ella.
- Mala frase para ligar ¿verdad? - Traté de mantener la sonrisa.
- ¿Tú qué crees? ¿Te ha servido con alguien? - Dos frases; y encima son preguntas. ¡Bingo!
- No se me ha dado bien nunca. A mi es que se me da mejor hablar, contar mis mierdas, batallitas, historias y demás...
Seguía mirándome de reojo, sin moverse. Pero sus ojos eran ahora diferentes. Más claros, más grandes, más... ¿bellos? Ni siquiera me fijé en si sonreía. ¿Había más luz en el bar? Su mirada iluminaba las pocas mesas que teníamos alrededor. Estaba sumergido, casi ahogado.
El local estaba a punto de cerrar. El ambiente era frío, casi invernal. Fuera caía una lluvia mortecina que calaba hasta los huesos. El local apestaba tanto a humo de tabaco que había empezado a toser nada más entrar. No había nadie conocido a la vista. Media hora después ya me iba, pero antes había decidido probar suerte.
- Cuéntame un cuento. - Me dijo para que me callara, supongo. Estaba hablando demasiado. Se había vuelto hacia mi y me miraba pícara, casi retándome.
- ¿Un cuento? - Estaba boquiabierto ¿Se estaba riendo de mi? Nunca lo supe.
- Un cuento, una historia... algo. A ver si eres capaz. - Achinó los ojos y sonrió con malicia.
- Bueno. - Me envalentoné: "Me la juego", pensé. - Dame cinco segundos. 
- Si no la tienes en cinco segundos me voy. ¡Uno!
Dirijí mis ojos hacia el techo. Traté de abstraerme.
- ¡Dos!
Inventarme algo y que encima quedase bien era imposible en cinco segundos. 
- ¡Tres!
Busqué en mi memoria alguna que ya hubiese contado. Nada. Sus ojos, mis nervios...
- ¡Cuatro!
Leyendas, historias, medias verdades... ¿La del monje?
- ¡Cinco!
No había tiempo, la del monje.
- La del monje.
- ¿Qué?
- "La leyenda del monje de la curva de Los Cobos".
Una sonrisa radiante que casi me deja ciego se dibujó en su cara. Apoyó los codos en la mesa y se puso las manos en las mejillas. Aspiré su perfume. Ya no olía a tabaco en ninguna parte del local.

***
Hace mucho, mucho tiempo, al norte de una comarca cordobesa conocida como Campiña Sur, existió una congregación eclesiástica de jesuitas que era propiedad de la mayor parte de los territorios de la zona.
Los jesuitas estuvieron en esas tierras hasta que, allá por el siglo XVIII, a un ministro de Madrid al que llamaban Esquilache, se le ocurrió la idea de impedir que los hombres pudieran vestir capas largas y sombreros de ala ancha. Esta medida provocó tal malestar entre la población, que ya estaba bastante nerviosa a causa del hambre que se pasaba en esas fechas, que se produjo un motín en Madrid. El motín fue atajado pero una de sus consecuencias fue que los jesuitas salieran del país ya que se les culpó a ellos de instigadores de la sublevación popular.
Pues bien, no todos salieron del país. Un reducto de monjes jesuitas quedó oculto el tiempo, rindiendo culto a Dios a su manera. Tal es así que se dice que en cierto momento -no me preguntes cuándo- la ideología de estos monjes se desvió a puntos que no coincidían con los que marcaba ninguna de las religiones conocidas. Esta agrupación de monjes ha evolucionado con el paso del tiempo y me atrevería a afirmar que hoy en día aun se mantiene algún tipo de sociedad secreta oculta en alguna parte de la Campiña.
Sin embargo, no hay pruebas que me permitan confirmar esta teoría. Lo único que te puedo contar es que se comenta en muchos círculos de las poblaciones del norte de la comarca que varias veces se ha visto a una persona ataviada con el hábito de un monje deambular por los alrededores de Los Cobos, a mitad de camino entre las poblaciones de La Guijarrosa y Monte-Alto. Es un lugar rodeado de olivares y atravesado por una carretera que deja en uno de sus márgenes el cortijo que da nombre a esa zona y, tambien, a la curva junto a la que se ubica.
Los más enterados de este asunto cuentan que al monje siempre se le ha visto de noche; que aparece cuando no hay Luna, llevando en una mano un candil que le hace tenuemente visible y en la otra una especie de palo alargado que usa a modo de bastón aunque su longitud es incluso superior a la altura de este personaje. Hay quien dice que no se trata de un palo sino que es una guadaña; otros que se trata de un hacha; y otros dicen que lo que el monje porta es una espada.
También existen otras voces que afirman que en una ocasión no vieron a un monje sino a un hombre vestido con una capa que le llegaba hasta los tobillos y con un sombrero de ala ancha que le ocultaba el rostro.
Cuenta la leyenda que en los alrededores de la curva de Los Cobos existen los últimos vestigios de una sociedad secreta que fue fundada por jesuitas que se mantuvieron en España tras su expulsión. Se dice que durante más de doscientos años han influido en la vida política y económica del país, ejerciendo una fuerte influencia en la provincia.
Se afirma que en un momento indeterminado del siglo XX algo ocurrió que hizo que los herederos de la sociedad fundada por los jesuitas desaparecieran de la zona. Solo queda un último representante de aquella sociedad que guarda y defiende con su vida todos los vestigios materiales e inmateriales que hay escondidos en estas tierras. Todos estos secretos están guardados en los alrededores de Los Cobos, ocultos durante siglos en lugares con los que nadie nunca debe tropezar; aguardando la vuelta o la regeneración de una sociedad secreta que vuelva a dominar y dirijir el destino del mundo que nos rodea. 
Existen personas que dicen que aquel que se atreva a buscar por los alrededores algún tipo de tesoro etéreo se encontrará antes con el monje que con cualquier otra cosa. Cuentan que si algún día se mostrase, es imposible saber con certeza lo que podría llegar a hacer porque nadie reconoce haberlo visto nunca de cerca.
Sin embargo, dice la leyenda que el monje no es amistoso y que conviene no pasar en Los Cobos más tiempo del estrictamente necesario en las noches en las que no hay Luna.

***
- Esta noche no hay Luna. ¿Te apetece que vayamos a ver las estrellas? - Prometo que lo que pretendía con aquello era únicamente pasar más tiempo con ella.
- No. - Me miró con cierta desconfianza aunque sin perder la sonrisa. - Creo que me iré a casa.
Se levantó y se fue. En mi mente un pensamiento: "Me gusta esa chica".


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27 de diciembre de 2012

El faro de la isla Estornuda.

Historia dedicada a aquella persona que, sin querer, me dio la idea para hacerla.
Esa persona que me alumbra el camino cuando el mar me hace zozobrar.


I.- Introducción.

He ejercido muchas profesiones a lo largo de mi vida a pesar de que actualmente no es eso lo que las empresas desean escuchar cuando te hacen una entrevista de trabajo. Ahora, lo que las empresas buscan es a un profesional formado, con mucha experiencia en un puesto similar y con un alto nivel de especialización en el oficio a desempeñar.
El carácter, las habilidades no demostrables o la capacidad para aprender y aplicar lo aprendido han quedado a un lado de un tiempo a esta parte. La culpa de esto, entre otras cosas, la tiene la gran demanda de empleo que existe en la actualidad.
Esta mastodóntica demanda provoca que las empresas tengan la esperanza (cuando no la certeza) de que el perfil de persona que están buscando está disponible en alguna parte y les está esperando. No les culpo. Seguramente, si estuviese en su lugar, haría lo mismo.
Se lo que el mundo espera de mi y lo acepto. Hay que elegir un camino y apostar por él con determinación. Perfecto, me parece bien. Pero me me resisto, me niego a pensar que todas las profesiones que he desempeñado no me han servido para nada. Al contrario, determinan mi forma de ser, y no solo la forma de desarrollar cualquier tarea, sino que también lo hacen en el ámbito personal.
Por eso no voy a olvidar todo lo que he hecho hasta ahora, que no es poco. Recuerdo haber trabajado muchísimo de cara al público: camarero sin saber contar, maestro sin saber leer, socio Enron o vendedor de enciclopedias (en 2009). También he desempeñado trabajos que requerían una gran paciencia como pueden ser los de taxidermista o relojero en el País de Nunca Jamás. Me he involucrado en campos que no son muy conocidos, como puede ser la cata de olores o la reproducción asistida de animales. Incluso he realizado labores como jornalero o testador de preservativos que, sin duda, exigen un gran esfuerzo físico.
Pero sin duda, la profesión que más me ha maravillado, la que más me ha realizado personalmente, la que más ha marcado mi caracter es la de farero. Permitidme que me ponga serio y que os robe un poco de vuestro tiempo para que os cuente cómo este humilde servidor consiguió la gran hazaña de ser el farero de una pequeña isla perdida en el océano llamada Estornuda.

II.- Presentación.

Soy Ahmed Alí Omar y, aunque por mi nombre no lo parezca, nací en Sevilla hace unos cuantos años. Concretamente soy trianero. Mi madre cuenta que mi concepción tuvo lugar junto al puente de Triana, en la calle Betis. La historia de mi nacimiento es bastante curiosa, pero no os aburriré con ella porque no viene al caso.
Y el caso es que allá por los años noventa trabajaba como ayudante de un arqueólogo junto a la Torre del Oro en mi ciudad natal. Mi jefe, Torcuato de la Obra, había conseguido convencer a la administración del municipio de que junto al monumento se encontraba enterrado un tesoro perdido durante la época de la conolización americana.
Tras tres años de excavaciones que importunaron bastante la correcta circulación de vehículos del Paseo de Cristóbal Colón, Torcuato, tuvo éxito y encontró unos lingotes de oro no muy lejos de donde habían comenzado las excavaciones.
El problema surgió más adelante, cuando supe que mi jefe no pretendía donar su descubrimiento a ningún museo, ni al municipio, ni a nadie. Torcuato de la Obra tenía la sana intención de pegarse unas duraderas vacaciones en cualquier país extranjero con mucha playa y mucho sol a costa del dineral en forma de oro que había conseguido sustraer de las entrañas de la ciudad. Tal es así que, engañado completamente por este tunante, me vi involucrado en el asunto y me convertí en uno de los personajes más buscados por la policía de la ciudad.
Este hecho me obligó a huir a Cádiz. Estuve malviviendo por sus calles durante más de cinco meses. Dormía escondido en el parque de los Genoveses y me alimentaba de la generosidad de los buenos gaditanos de manera tal que conseguía no llamar demasiado la atención con la esperzana de que en algún momento pasara la tormenta y la policía se olvidara de mi.
Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Una mañana de primavera un agente del orden me reconoció y emprendí una huida desesperada durante diez o quince minutos que me valieron para darle esquinazo al picoleto. Ese mismo día comprendí que tampoco estaba seguro en aquella ciudad, ni en ninguna otra de mi adorada nación. Tenía que salir del país.

III.- El viaje.

La decisión que había tomado acarreaba un par de problemas a solventar. A saber: tendría que sortear las preceptivas aduanas y lo tendría que hacer sin un duro en el bolsillo. Así que resolví que lo más prudente era arriesgarme y colarme en el primer barco que se pusiese a tiro.
No quiero aburriros con las visicitudes de la escaramuza que me llevó a ser uno de los varios polizones que viajaban a bordo de un buque llamado Minerva II. Solo os diré que me costó tres horas encontrar la pequeña oquedad por la que se estaba colando un chaval de no más de quince años. El nombre del barco me preocupó bastante. No dejaba de pensar en que no tiene sentido ponerle el mismo nombre a dos barcos por muy iguales que sean, así que me preguntaba constantemente si le habría pasado algo al Minerva original.
Acallé mis dudas y me dediqué a vivir lo mejor posible tratando de no preocuparme por el destino al que se dirigía el navío. Durante más de una semana dormí en las bodegas del Minerva II escondido entre cajas enormes. Había comida almacenada por allí por lo que no pasé demasiada hambre.
Transcurridas esas dos semanas un marinero bajó a las bodegas, supongo que para revisar la carga que el buque transportaba. No se cómo me las ingenié pero fui el único de todos los polizones que allí habíamos al que descubrió el marinerito. Me llevaron inmedietamente en presencia del capitán que era, en resumen, un hombre bastante cabroncete. Tal es así que, como yo me negaba a identificarme por temor a que me entregara a las autoridades españolas, decidió que yo era un Juan Bragas corriente y moliente y que mi cuerpo podría descansar en el fondo del océano sin que nadie se molestase en buscarme nunca.
Noté que la tripulación, que era de la cuerda del capitán, recibió con gran alegría la noticia de que mis huesos fuesen a ir a parar al océano. Fijáos hasta el punto que llegó el jolgorio que el día de mi caída había preparada allí una especie de fiesta en mi honor. Daba la impresión de que esa gente arrojaba personas al mar todos los viajes...
El caso es que me tiraron atado de pies y manos. Pero, astuto de mi, conseguí deshacerme de los nudos con facilidad y, poco después usé las cuerdas para atarlas a un par de tortugas marinas* que me llevaron a tierra, a la primera tierra que encontré, que no era otra que la isla de Estornuda.

Referencia a la película "Los piratas del Caribe".

IV.- Estornuda.

Para mi es un honor poder decir que fui yo quien le puso el nombre a esta isla. Os cuento brevemente como surgió el asunto:
A los pocos minutos de llegar a la isla, me encontré un pueblo de indígenas no muy lejos de la costa. Eran los únicos seres humanos que habitaban aquél recóndito lugar y tenía toda la pinta de que no habían conocido nunca otra civilización que no fuese la suya. Al acercarme a ellos les pregunté dónde estaba, frase a la que siguieron un par de estornudos por culpa de que, cuando estoy al sol un cierto tiempo, me pica la nariz de tal manera que no me queda más remedio que estornudar.
Los indígenas me miraban con sorpresa cuando un niño miró a su madre y le preguntó algo que no pude entender. La mujer, sin dejar de mirarme, pronunció una palabra que yo identifiqué en aquel momento como "kalimotxo". Desde aquel instante, por pura guasa, yo llamé a aquel lugar "Kalimotxo".
Unos meses más tarde, cuando ya lográbamos entendernos merced a que les estaba tratando de enseñar mi idioma, conseguí que me dijeran lo que había pasado el día de mi llegada. Resulta que en la isla, nadie había visto nunca a una persona estornudando. El niño había preguntado a su madre que qué era eso que acababa de hacer. Pues bien, "Kalimotxo" (o lo que quiera que dijera) significaba "No tengo ni la menor idea". Por lo tanto, aquel día les enseñé la palabra "estornuda" a los indígenas; aquel día empecé a llamar a la isla por el nombre que finalmente ha quedado reflejado en los mapas: "Estornuda".

V.- Faro.

En la isla hacía falta un faro. Se trataba de una civilización que vivía principalmente de lo que el mar le podía proporcionar. No quiero ponerme medallas, pero en mi orgullo se ha incustrado la idea de que les ayudé a mejorar las pingües enbarcaciones con las que pescaban. Las hice más grandes, más pesadas y más seguras de lo que eran antes. Esto sirvió a los indígenas a pescar más, lo que contribuyó a que la población creciese considerablemente en los pocos años en los que estuve allí.
A pesar de los avances, no todos los pescadores volvían a casa por las tardes. El mar es peligroso y se cobró varias vidas durante los primeros meses de mi estancia. Otros desaparecían durante días y, cuando volvían, contaban que no habían encontrado la isla al final de su jornada y que, por pura casualidad, habían conseguido volver pasando multitud de penalidades. Así que me propuse convencer a los indígenas de que necesitaban un faro que ayudara a los marineros a localizar la isla con facilidad de manera que se redujeran las desapariciones y posibles muertes.
Me costó varios meses hacer ver a los habitantes de la isla la importancia de mi idea. No fue fácil, los estorninos (gentilicio de Estornuda) no identifican la individualidad como algo importante. Su sistema social estaba basado en el grupo. Todo funcionaba como un reloj. Si faltaba una pieza, era sustituida sin echar de menos a la anterior. Es una forma de vida en la que me resultó muy difícil encajar pero logré respetarla y apreciarla en su justa medida al cabo de los años.
Iniciamos la construcción del faro ya en el siglo veintiuno pero no nos llevó mucho tiempo. Nos servimos de la altura de un acantilado situado junto a una playa. Allí levantamos una torreta de no más de tres metros a base de piedras.
Sobre ella situamos un enredoso sistema de piedras cristalinas -que identifiqué como diamantes del tamaño de tres cabezas como la mía (y tengo mucha cabeza)- mediante el cual conseguíamos reflejar y proyectar la luz solar hacía el océano de tal manera que Estornuda era visible a decenas de kilómetros de distancia.
Me encargaron a mi el mantenimiento y conservación de la edificación. Y puse mi empeño en ese oficio durante todos y cada uno de los días que me restaban en aquella isla.
Definiría al farero como el marinero en tierra por excelencia. Un farero es el encargado de cuidar de un faro. Es el que mantiene la luz encendida del punto al que se dirigen sus compañeros cuando regresan a casa después de uno o varios días de trabajo. Se trata de un oficio poco agradecido. Nadie se acuerda de ti hasta que faltas.
Y hasta aquí mi historia. Tal vez, en otra ocasión os cuente cómo, cuándo y por qué salí de aquella encantadora isla para emprender otras aventuras. Sólo tal vez.


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17 de diciembre de 2012

La extraña pero curiosa historia del R5.

Sevilla, 2002

Nunca había deseado tanto estar de vuelta. El ronroneo del coche le acompañaba. Atrás quedaba la casa paterna que cada fin de semana visitaba. El lunes se abriría como tantos otros: libre de imposiciones, haciendo las cosas a su ritmo.

Luis llevaba más de una hora en carretera y estaba a punto de llegar. Había decidido parar la radio para escuchar detenidamente si algo andaba mal en aquel motor que contaba ya más de veinticinco años. Aquel Renault 5 surcaba la autopista a la nada despreciable velocidad de cien kilómetros por hora. Ya había quedado atrás aquella fusión entre el sol y un horizonte familiar, plano, plagado de verdes campos de trigo.

Al llegar a Sevilla pudo despejar su duda: no había partido de fútbol. La Avenida de la Palmera estaba casi desierta. Era un domingo de primavera con sensaciones invernales, salpicado por una lluvia que recientemente había formado unos charcos de dimensiones considerables junto a las aceras. La avenida se ofrecía más ancha y profunda que de costumbre. La oscuridad de la noche, cerrada, sin luna, permitía vislumbrar dos líneas de farolas que terminaban uniéndose en un punto.

Como siempre había hecho, giró a la izquierda en la calle justamente anterior al Benito Villamarín, a continuación giró a la derecha y volvió a mirar con una sonrisa la imagen que ofrecía el estadio de fútbol.
Desde que empezara a ir a Sevilla para estudiar en la universidad siempre había visto en aquel estadio una fiel imagen del tópico español. El estadio Benito Villamarín -por aquél entonces denominado estadio Manuel Ruíz de Lopera- había sufrido el comienzo de una reconstrucción total.

Sin embargo, las obras nunca han llegado a terminarse, de tal manera que en la actualidad existe una mitad del estadio, la que presenta fachada a la Avenida de la Palmera, que está terminada y luce un aspecto que da una sensación de modernidad y riqueza. En cambio, la otra mitad del estadio, la menos transitada, la que menos se ve, está aun sin terminar y, sin dejar de ser unas instalaciones aceptables, carecen de la rimbombancia  que poseen las de la parte nueva.

Tuvo suerte y consiguió encontrar un hueco en el que aparcar casi en frente del portal del piso en el que residía. Era inusual encontrar la Avenida de la Reina Mercedes tan despoblada. Normalmente no era tan fácil estacionar. Incluso era muy corriente que los conductores aparcasen en doble fila y dejasen sin echar el freno de mano cuando abandonaban el vehículo. De esta manera, el dueño del coche cuya salida quedase obstaculizada tenía la opción de empujar al situado en doble fila para conseguir el hueco necesario por el que poder salir. Que Luis conociera, era el único lugar del país en el que se practicara y se permitiera esta práctica. 

Iba a dejar el coche un minuto al ralentí, tal y como le había aconsejado su padre. Pero el motor, para su sorpresa, se detuvo una vez el vehículo se hubo detenido por completo. Sin salir de su asombro, pudo ver como de la parte delantera salía una cantidad de humo nada despreciable. Asustado, salió del coche y abrió el capó. Una amarillenta y viva llamarada de fuego lucía reluciente encima del motor del coche.

Después de quedarse boquiabierto durante unos instantes y de ahogar un grito de socorro que nadie hubiera podido oír, reunió la lucidez suficiente para darse cuenta de que necesitaba urgentemente un extintor. Corrió desesperado hasta llegar a un bar que había justamente delante del lugar en el que había aparcado. El camarero, ajeno a todo lo que fuera estaba pasando, le explicó que no tenía extintor en el local y que preguntara en el kebab de al lado. Mientras Luis corría hacia donde le habían indicado, no dejaba de preguntarse cómo era posible que un local no tuviese extintores. "Tal vez el camarero haya pensado que le estoy tomando el pelo y ha pasado de mi", pensó.

Un chico uniformado de rojo, pelo castaño y ojos oscuros atendió inmediatamente su ruego. Ambos salieron corriendo hacia el automóvil. El camarero cargaba con el extintor, lo que para Luis fue un verdadero alivio ya que no estaba seguro de saber utilizarlo. Un polvo blanquecino apareció encima del motor y el fuego se sofocó inmediatamente. Roció un par de veces más la zona para evitar que se reavivara la llama.

Cuando todo hubo terminado y ambos habían comentado lo sucedido a Luis le surgió una pregunta evidente:

- ¿Y ahora qué hago? - su corta edad salió a relucir en su gesto.
- Pues como no llames a la grúa... - Indicó el camarero mientras miraba al local que había dejado sin atender. - Yo tengo que irme. Suerte.

Después de rebuscar entre los papeles de la guantera, Luis encontró un número de teléfono. La grúa apareció unos veinte minutos más tarde. El gruísta, que dijo entender de mecánica, le hizo saber que lo mejor era irse despidiendo del coche, aunque no atinó a confirmarle cuál había sido el problema. Quedaron en que la grúa llevaría el Renault 5 al taller más cercano y que al día siguiente podría visitarlo para que le indicaran cuál había sido la causa del incendio. A aquella hora de la noche, Luis ya no deseaba tanto estar de vuelta. Un problema así le complicaría la semana. Si lo sucedido le hubiera ocurrido en casa, sus padres se hubiera ocupado de todo. Supuso que aquella era una de las partes que iban acompañando a la madurez y a la independencia. Tenía que empezar a hacerse cargo de sus problemas.

A la mañana siguiente, después de las clases, Luis recibió una llamada.

- ¿Luis Guerrero?
- Sí, soy yo.
- ¿Es tuyo el Renault 5 que salió ardiendo anoche?
- Sí, es mío. - Contestó temiendo lo peor.
- Mira... que el coche ha arrancado esta mañana sin problemas...
- ¿Cómo? - Luis no daba crédito - ¿Pero si anoche estaba ardiendo?
- No tengo ni idea de lo que pudo pasar anoche, - contestó el mecánico casi ríéndose - pero a ese motor le queda cuerda para rato.

Después de todo lo que sufrió el coche la noche anterior, a Luis no le cupo la menor duda de que el mecánico tenía toda la razón.


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11 de diciembre de 2012

El pequeño (e ingenuo) bailarín de claqué

Érase una vez que se era un pequeño bailarín de claqué que un buen día decidió dedicar unas cuantas de horas a la semana a ejercitar su cuerpo en un gimnasio.
La primera vez que entró, el pequeño bailarín de claqué se quedó muy sorprendido de la cantidad de máquinas que allí había. Él no sabía para qué servía ninguna, así que decidió ir a preguntar a la primera persona que allí encontró.
El robusto hombre al que se acercó tenía embutidos dentro de su ropa ajustada tal cantidad de músculos que el pequeño bailarín de claqué se preguntó si él también tendría escondidos en su cuerpo tantos músculos como aquel hombre. Su estatura era enorme y su corpulencia ocupaba un volumen que podría triplicar el que ocupaba el enjuto cuerpo del pequeño bailarín de claqué.
- Buenas tardes buen hombre - Dijo el bailarín interrumpiendo al hombre robusto que estaba trabajando en una de aquellas complicadas máquinas. - Quisiera realizar algunos ejercicios , pero es la primera vez que vengo a un gimnasio y no tengo mucha idea de qué es lo que tengo que hacer.
El hombre robusto, que ni siquiera devolvió el saludo al pequeño bailarín de claqué, echó una amplia mirada al cuerpo entero del bailarín.
- Pregunta al esbelto chico rubio que está allí. Él te dirá lo que tienes que hacer. - Y continuó levantando pesas y resoplando cada vez que éstas alcanzaban su punto más elevado.
El pequeño bailarín de claqué, como pez fuera del agua, se dirigió torpemente hasta el lugar en el que se encontraba el esbelto chico rubio que charlaba con una mujer. El bailarín esperó pacientemente a que el esbelto chico rubio terminara de hablar con ella. Cuando éste hubo terminado y se giró hacia él se percató de que, sin querer, el pequeño bailarín de claqué se había quedado mirando la cara de la mujer que había estado conversando con él.
- Dime. - Dijo.
Los pensamientos del pequeño bailarín de claqué se vieron interrumpidos de tal manera que no pudo evitar pronunciar en voz alta lo que estaba pensando.
- ¿Por qué esa mujer con la que hablabas viene maquillada a un gimnasio?
El esbelto chico rubio no pudo reprimir una sonrisa en la que se reprimía una expresión confusa.
- Eres nuevo ¿no? ¿Tienes alguna pregunta? - Eludió educadamente.
- Sí, soy nuevo. La verdad es que es la primera vez que vengo a un gimnasio y no tengo mucha idea de qué es lo que tengo que hacer.
El esbelto chico rubio asintió.
-Ven conmigo. Te enseñaré lo que tienes que hacer para ir empezando.
Después de un calentamiento de unos veinte minutos en los que ya empezó a sudar copiosamente, el pequeño bailarín de claqué pudo comprobar durante las siguientes dos horas cómo funcionan una gran cantidad de las máquinas que había en el gimnasio.
Cuando terminó se dirigió exhausto hacia los vestuarios donde se duchó, se vistió trabajosamente, se puso gomina en el pelo y se acicaló debidamente para dirigirse a su casa.
Al salir a la  calle se encontró con el esbelto chico rubio quien lo miró con una sonrisa fingiendo extrañeza.
- ¿A dónde vas tan arreglado?
- A casa. - respondió casi turbado.
El esbelto chico rubio sonrió extrañamente mientras se alejaba sin pronunciar una palabra más. El pequeño bailarín de claqué se encogió de hombros mientras veía a aquel chico perderse entre la gente de la ciudad.
- - - - -
Mientras tanto, a solo unos kilómetros de allí, una mujer lloraba desconsolada en una cocina. Había vuelto cinco minutos tarde y su marido no toleró tal falta. El hombre que un día juró amarla para siempre ni siquiera preguntó por qué se había retrasado antes de azotarla.
Ella pensaba que no debería haberse maquillado. Perdió esos cinco minutos en desmaquillarse antes de volver a casa. Bastante había conseguido engañando a su marido una hora a la semana para ir a un gimnasio.
Tuvo que conformarse con sentirse guapa solamente dentro de su casa.


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