17 de marzo de 2009

La Trama III

Laura encontró el autobús que habría de llevarla hasta Sevilla. Era un mastodonte de metal, de colores rojos y blancos. El conductor se dedicaba a picar billetes mediante movimientos mecánicos. En ocasiones miraba a su alrededor mostrando su incomodidad por el bullicioso día que estaba viviendo. El estrés se debía estar apoderando de todos los que trabajaban en torno a aquella estación.
Ella provenía de la estación de trenes, donde se estaba informando a los viajeros que la huelga de maquinistas había provocado la suspensión de más de la mitad de los viajes previstos, por lo que se aconsejaba a los viajeros que no tuviesen billetes buscar algún medio de transporte alternativo. Laura era uno de estos viajeros.
Las dos estaciones se encuentra ubicadas la una frente a la otra, por lo que resultaba más que previsible que los viajeros como Laura se dirigiesen hacia la estación de autobuses para tratar de realizar su viaje. Y así fue que después de más de un cuarto de hora de cola y de haber tenido que discutir con el personal de la empresa que ofrecía viajes a Sevilla, consiguió el billete que le llevaría hasta su destino. En cualquier caso, estaba disgustada. Tendría que hacer escala en Écija, La Luisiana y Carmona. Esto era un auténtico fastidio porque ella conocía que la empresa que le vendió el billete también ofertaba viajes directos hasta Sevilla, pero pudo saber que, minutos antes de que ella llegara a la ventanilla, éstos se habían agotado, teniéndose que conformar con el que finalmente compró.
Subió al autobús con su libro entre las manos. Su mirada deambulaba por el autobús seleccionando la mejor plaza posible. No quedaban dos plazas juntas desocupadas por lo que tendría que seleccionar acompañante. Atisbó al fondo una plaza de ventanilla que quedaba libre merced a que una señora había escogido la de pasillo. Vio en la plaza del otro lado del pasillo a un niño pequeño acompañado de un señor de pelo cano y gesto sonriente. A Laura le pareció obvio que el niño estaba acompañado por sus abuelos. Se dirigió hasta aquel lugar y, tras observar por instante al crío jugueteando con una pequeña pelota de goma-espuma, esbozó unas tímidas palabras.
- Perdone señora, ¿está ocupado este asiento? - Lo señaló para reforzar sus palabras, ya que dudó de que el bajo volumen con el que las pronunció hubiese permitido a la mujer adivinarlas.
La anciana no dijo una paplabra pero se levantó del asiento para dejarla pasar. Tenía un gesto agradable, envuelto por un pelo negro a medio recoger con una coleta. Cuando consiguió sentarse sintió que era observada por su acompañante.
- Es un buen libro. Me gustó leerlo - Dirigió sus ojos directamente a los suyos y Laura se sonrojó. Tenía días en los que no conseguía vencer su timidez. Bajó la mirada aprovechando que su libro yacía encima de sus piernas.
- No - sonrió la anciana - no hablo del tuyo.
Laura la miró con cara inquisidora. La mujer hizo una seña con los ojos ayudándose de un leve movimiento de cabeza. Su barbilla señalaba al exterior del autobús.
- Te está mirando desde que te sentaste.
Jersey verde y vaqueros claros; labios abiertos y mirada perdida; parecía alto, tenía el pelo moreno y los ojos eran muy oscuros, casi negros. Parecía guapo, aunque tal vez demasiado seguro de sí mismo. A pesar de ello, en aquel momento no lo parecía por la cara de alelado que tenía mientras miraba al techo de la estación. Porque la mujer se equivocaba: no la miraba a ella. Después de unos segundos, Laura creyó adivinar qué era lo que miraba.
- ¿No lo conoces? - la anciana hizo que desperatara de su embobamiento.
- No me mira a mi. - dijo esquivando la pregunta - Ha descubierto que falta una dársena.
Y se sonrió.

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9 de marzo de 2009

La Trama II

No estaba allí. Lo comprobó en tres ocasiones y llegó a esa conclusión. Edgar ladeó la cabeza y frunció el ceño. Observó una vez todo cuanto acontecía a su alrededor. Personas sin ninguna relación entre sí caminaban abriéndose paso para llegar a lugares que les llevarían a otros más lejanos. La estación de autobuses de Córdoba presentaba un aspecto demasiado metropolitano para su gusto.

Veía cómo grandes pilas de maletas y bolsos eran encerradas en el interior de autobuses de más de cincuenta plazas, todas ellas ocupadas. Asistía a las frecuentes discusiones entre empleados de la estación y los viajeros irritados que habían tenido algún tipo de problema con billetes. Era evidente que aquel día, por la razón que fuese, no era un día cualquiera en la estación. Muchísima gente se agolpaba en las ventanillas y se formaban grandes colas cuando llegaba la hora de subir a los autobuses. Aquello le hizo deducir que los autobuses estaban al completo y observó que algunas compañías habían decidido ofrecer dos autobuses para poder satisfacer la demanda existente en aquella tarde de domingo de Septiembre.

"Todo el mundo que pasa el fin de semana aquí, vuelve o se va a casa los domingos, debe ser normal todo esto", pensó mientras devolvía la vista al libro que sostenía entre sus manos.

Fue el ruido que hizo en su salida el autobús que había estado aguardando durante más de una hora en la dársena número veintitrés la que le hizo devolver la mirada al techo de la estación. De él colgaban unos tubos de plástico rígido que se remataban en una especie de farolillos en el que se indicaban los números de la dársena sobre la que estaban situados.
Volvió a echar un vistazo a todos los artefactos que tenía a su alrededor. Buscó cada uno de los números por orden de menor a mayor y los relacionó con la dársena a la que hacían referencia. "Quince, dieciséis, ..., veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés". En esta ocasión se terminó de convencer. El farolillo número veintidós no estaba sobre ninguna dársena.
A Edgar le parecía un error tan claro en la organización de la estación que decidió que no podía ser casual. ¿Pero qué causa podría haber motivado este hecho? Tuvo entonces un largo momento de abstracción del mundo. Quedó paralizado con la vista perdida en el infinito mientras trataba de imaginar mil y una historias que pudieran responder a su cuestión. Cuando salió del trance cayó en la cuenta de que, sin quererlo, había depositado su mirada en los ojos azules de una mujer rubia que le regalaba una sonrisa desde su asiento en el autobús de la dársena veintiuno.




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