11 de mayo de 2010

La Trama VIII. Un destino.

En ocasiones, sucede que una vez que alguien ha sufrido algún tipo de hecho traumático, la mente se encarga de ocultar momentáneamente determinados detalles al sujeto. Suelen ser detalles sórdidos, imágenes insoportables para el individuo; otras veces, ademas de éstas, pueden aparecer detalles tan nimios que no parecen tener la importancia que en realidad tienen.
César estaba empezando a percatarse de algunas imágenes que rodeaban a la muerte de su hermana. Acababa de descartar el robo. No había nada de valor en su casa y, por otra parte, recordaba que no había un gran desorden ocasionado por los cacos a la hora de buscar un botín. Tampoco echó ningún objeto de valor en falta. Y luego estaba su cuerpo.
Se podría suponer que la habían violado, pero cuando César sorprendió a los tipos en el dormitorio de su hermana, los encontró vestidos y con unos artilugios de metal en sus manos. La estaban torturando.
¿Qué podrían querer de ella? ¿Por qué matarla? ¿Había algo oscuro en la vida de su hermana? Le asaltaban miles de preguntas sin respuesta. Sabía que sólo en un lugar podría empezar a responderlas. Había hecho bien en salir rumbo a Sevilla aunque, a esas alturas, ya era consciente de que elegir hacer el camino a pié había sido bastante descabellado. Sin embargo, este hecho, fruto de la locura transitoria sufrida por lo sucedido, le había servido para darse un tiempo con el que poder asumir todos los cambios que estaban aconteciendo de una forma tan repentina en su vida.
Pero era hora de pensar en el presente inmediato. La noche había caído y se había tornado en fría. Había sido una buena decisión la de subir al pueblo junto al que se había producido el accidente.
El accidente... y recordó esta vez cómo nuevamente le había traicionado el miedo. Se vio sorprendido por un desconocido cuando estaba ayudando a la chica rubia que yacía tendida en el suelo. Fueron sus palabras las que le hicieron medrar. Las mismas que escuchó antes de caer por las escaleras: ¡Eh tú, espera! Salió corriendo y se ocultó entre la cuneta y las sombras de la noche hasta que se fue con ella en un coche junto con una anciana y un niño.
Sin embargo, había tenido suerte en lo referente a sus propósitos. Había conseguido dinero. Encontró una cartera a un par de metros de un hombre que ya no podía respirar. Ya no le iba a servir de nada, así que la cogió. Un golpe de fortuna en el peor día de su vida. Los trescientos euros que llevaba le iban a servir para llegar lo antes posible a Sevilla. Pero antes debía pasar la noche en un lugar seguro sin llamar la atención. Era muy posible que lo estuvieran buscando los tipos que lo dejaron atado e inconsciente en su casa.
Encontró un hostal en el pueblo. De entrada parecía bastante descuidado. Para visitantes ocasionales, pensó, justo lo que estaba buscando. A las habitaciones se accedía atravesando un bar en el que el camarero atendía a los huéspedes y suministraba las llaves de las habitaciones. Un tipo que contaría la treintena de apariencia desaliñada aunque disimulada con el uniforme de pantalones negros y camisa blanca se dirigió a él:
- Buenas noches, ¿qué desea?
- Una habitación.
- ¿Para esta noche o para más? - El tipo arrugó el entrecejo y la nariz subiéndose de esta manera las gafas de pasta que llevaba.
- Sólo esta noche. ¿Me gustaría saber si existe alguna forma de llegar a Sevilla?
- No hasta mañana caballero - espetó secamente - Pregunte a los compañeros por la mañana y tal vez puedan decirle cuáles son los horarios.
Sin torpeza pero tampoco florituras, el camarero entregó las llaves de la habitación 101 a César. Mientras éste caminaba hacia las escaleras pudo escuchar a un cliente gritar no sin algún gracejo lo siguiente:
- ¡Ponme un sanjacobo Mateo!
- Marchando - Se oyó en un tono mucho más comedido.
Camarero, recepcionista y cocinero. César pensó que ese hombre no tenía precio a pesar de parecer una persona muy particular.
Ya en la habitación, una vez se hubo duchado y tumbado en la cama decidió acordarse de la ayuda que le había prestado el difunto dueño de la cartera. No pudo evitar sentir curiosidad por ver su nombre. La abrió y buscó su D.N.I. pero antes que eso apareció una tarjeta de color blanco, un nombre escrito en ella que le resultaba más que familiar, y una dirección:

Damián Cot Aguaviva, Anticuario
Av. de la Reina Mercedes, 49, 5-C
Sevilla
Al verla, no pudo disimular una maliciosa sonrisa. Cerró los ojos y suspiró. No solo tenía un lugar a dónde ir, ahora, por una simple y mera casualidad, había conseguido también la dirección exacta de destino.
En la habitación de un humilde hostal de un pueblo escondido en las entrañas de Andalucía, una voz se oyó entre las sombras de una noche amparada por la ausencia del brillo de La Luna:
- Ya te tengo hijo de puta. - Y se quedó dormido.


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