14 de noviembre de 2012

¿Pájaro, árbol o mala hierba?

Imaginad una isla. Una isla a la que no haya llegado aun la mano del hombre. Una isla en la que los seres que la habitan viven en armonía dentro de un ecosistema en el que todos dan y reciben de todos. Un intercambio mutuo, una supervivencia en conjunto.

Sin embargo, en este ecosistema, evidentemente, hay seres que aportaban más a aquella comunidad y otros que no tienen la posibilidad de aportar demasiado.

Los seres que más aportan no son otros que los propios árboles que conforman el bosque. Enormes moles centenarias que dan cobijo a muchos otros seres y que se defienden en conjutno de las inclemencias meteorológicas que a menudo maltratan este lugar. La ausencia de un árbol dentro de un bosque frondoso solo la notan aquellos seres  que se cobijan a su amparo para subsistir, para no ser devorados por el mundo.

Son los seres vivos que habitan en los árboles o en sus alrededores los que han escogido a lo largo de la evolución depender de otro ser vivo para sobrevivir. De esos seres vivos que dependen del árbol que se seca, los que pueden moverse como los pájaros,  tratarán de encontrar otro árbol en el que cobijarse. Cuando lo encuentran inician una nueva vida dependiendo del nuevo árbol que los mantendrá a salvo. Estos animales se adaptan al cambio dependiendo de otro árbol.

Por otro lado está el lugar donde el árbol se encontraba, un lugar que finalmente será un hueco que los árboles de alrededor también notaráns. A algunos de ellos les alcanzará más el sol ahora que no está el vecino y otros sufrirán con mayor intensidad las embestidas del viento y las lluvias. Pero los árboles no se mueven, se adaptan al cambio clavando sus raíces al suelo.

Pero las malas hierbas mueren. No pueden moverse, han vivido siempre al amparo de la sombra de su árbol y del agua de lluvia que recogen sus hojas. Estas malas hierbas no consiguen adaptarse.


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13 de noviembre de 2012

Se acaba el tiempo.

El lúgubre ambiente que reina en la sala es rematado por el humo que se desprende del cigarro instalado en la mano de aquella chica que custodia en su mirada toda la tristeza que se abre paso ante sí.

A través de la ventana, un niño de unos cinco años camina cabizbajo arrastrando lo que pareció ser en su momento un pequeño peluche de color naranja. Ahora el muñeco es un tétrico trapo rellenado con cualquier material sintético que otro niño puso allí no hace tanto tiempo en un lugar que en este momento ya no parece tan lejano.

Al otro lado de la calle, un edificio de dos plantas se consume por las llamas mientras hay personas que, desde la terraza, piden auxilio para salvar sus vidas. Hay siete metros de altura. Ya son varios los que se han arrojado a la calle. Algunos están heridos, otros tuvieron peor suerte.

La chica es morena, tiene los ojos oscuros y cuenta los veintitrés años. Vive en la frontera. Allí donde los que comen a diario todavía comen a diario. Su lugar es el de aquellos que, sin saberlo, están viendo lo que les espera.

Ella se pregunta quiénes son los culpables de lo que está pasando, se pregunta qué puede hacer para solucionarlo. Sentada, inmóvil, sin hacer nada. El cigarro se ha consumido, el cenicero está cerca y el paquete de tabaco aun lo está más. El tiempo se consume calada tras calada.

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