5 de mayo de 2009

La Trama IV

Caminaba torpemente por la orilla del camino, junto a la cuneta. Tenía la cara sucia por haberse limpiado las lágrimas con las manos manchadas del mismo carbón que rodeaba sus labios. Chasqueaba los dedos periódicamente, tratando de emular algún ritmo extraído de cualquier canción que hubiese escuchado poco antes de salir de aquella ciudad. Mantenía su mirada en el suelo mientras el zumbido de los coches y camiones que surcaban la no tan lejana autopista se atribulaba en sus oídos.
Había casas a su alrededor, salpicaduras blancas entre las suaves colinas de un color amarillento ensuciado por el marrón de la tierra. El cielo comenzaba a dorarse merced a un Sol de otoño acomplejado detrás del horizonte. Sumiso, comenzaba a dejar paso a una noche que se presumía fría. Los astros empezaban a ser gobernados por La Luna que ya se mezclada con el poco azul que aun resistía sobre él. Al frente el horizonte, detrás quedaba su pasado.
Sus pensamientos surcaban raudos su mente, atravesándola de un lado a otro como si de mil puñales se tratasen, ansiosos por sentirse cómodos con ellos mismos. Todo su ser era una eterna duda. Trataba de hacer desaparecer la macabra idea que le asaltaba constantemente en su interminable caminar, pero cuánto más lo pensaba más resuelto se sentía para llevarla a cabo. Tal vez si su hermana estuviese con él, tal vez ella pudiera decirle el camino a seguir, tal vez le diría qué opciones tenía, tal vez le reprendería por su huida. Pero ya no estaba. Aun no habían pasado veinticuatro horas desde que la perdiese. Tenía miedo y estaba solo. La noche se cerraba, la oscuridad le aprisionaba.
Las lágrimas afloraban en sus ojos y lo recordó todo una vez más. Tenía los gritos de Lidia incrustados en el tímpano. Eran como un pitido continuo, un zumbido agudo de un abejorro que se repite una y otra vez.
Entró en casa después de haber estado en la calle durante casi toda la tarde y escuchó un grito reprimido que provenía de la habitación de Lidia. Cuando entró y vio la dantesca escena quiso ayudarla pero le bloqueó el miedo. Escapó de las garras de uno de los gorilas cuando quiso agarrarlo y salió corriendo de allí como un cobarde. Sin embargo, no llegó muy lejos. Tropezó y cayó escaleras abajo dándose varios golpes en brazos y piernas. Cuando consiguió levantar la cabeza sintió un fuerte golpe en su espalda y luego otro...
Se despertó al cabo de unas horas, de noche, en el suelo del salón de su casa con la boca llena de carbón. Supuso que se lo introdujeron para que no pudiese gritar si se despertaba. Se supo atado de pies y manos, a penas podía respirar y el carbón le producía arcadas. Se zarandeó de un lado a otro y sintió dolorido todo el cuerpo. Vio que estaba sobre un charco de sangre y comprendió entonces la paliza que le habían propinado. ¿Le habrían dado por muerto? Tras unos minutos de esfuerzo consiguió hacerse con la pequeña navaja que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y cortó las cuerdas con las que le habían atado. Le extrañó comprobar que eran las que conformaban el tendedero del patio.
Cuando consiguió levantarse se fue directo al dormitorio de su hermana. Yacía atada al cabecero de la cama desnuda y con la cara desfigurada. Vio todos y cada uno de los repugnantes actos que había sufrido incrustados en su cuerpo. La dejaron sin alma, sin vida. Cayó al suelo y estuvo en silencio con la mirada perdida durante casi una hora. Después salió de allí como conducido por una fuerza extraña que le alejaba de ella. Acabó durmiendo junto al puente romano, mirando La Mezquita.
Existían en él una mezcla de sensaciones entre las que se encontraba la culpabilidad. Consideraba que no es que no hubiese podido ayudarla, sino que ni siquiera lo intentó. Divagaba perdido en un sinfín de lamentos cuando oyó un estruendo proveniente de la autopista que lo sobresaltó.
Una hilera de coches aun visibles se extendía a lo largo de la carretera con dirección a Sevilla. Una columna de humo negro ocultaba una colina sobre la que se alzaba un pueblo desconocido.
"¿Y ahora qué?" se preguntó. Caminaba con grandes zancadas, mirando al frente, balanceando sus hombros de izquierda a derecha, casi sin cojear. Iba a ver lo que ocurría con la firme intención de no volver sentirse un cobarde.

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