13 de noviembre de 2012

Se acaba el tiempo.

El lúgubre ambiente que reina en la sala es rematado por el humo que se desprende del cigarro instalado en la mano de aquella chica que custodia en su mirada toda la tristeza que se abre paso ante sí.

A través de la ventana, un niño de unos cinco años camina cabizbajo arrastrando lo que pareció ser en su momento un pequeño peluche de color naranja. Ahora el muñeco es un tétrico trapo rellenado con cualquier material sintético que otro niño puso allí no hace tanto tiempo en un lugar que en este momento ya no parece tan lejano.

Al otro lado de la calle, un edificio de dos plantas se consume por las llamas mientras hay personas que, desde la terraza, piden auxilio para salvar sus vidas. Hay siete metros de altura. Ya son varios los que se han arrojado a la calle. Algunos están heridos, otros tuvieron peor suerte.

La chica es morena, tiene los ojos oscuros y cuenta los veintitrés años. Vive en la frontera. Allí donde los que comen a diario todavía comen a diario. Su lugar es el de aquellos que, sin saberlo, están viendo lo que les espera.

Ella se pregunta quiénes son los culpables de lo que está pasando, se pregunta qué puede hacer para solucionarlo. Sentada, inmóvil, sin hacer nada. El cigarro se ha consumido, el cenicero está cerca y el paquete de tabaco aun lo está más. El tiempo se consume calada tras calada.

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1 comentario:

  1. Y así, inmersa en el tiempo, la vida pasa, sin más. Tan triste como las letras, tan gris como el cielo...

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