31 de diciembre de 2011

El señor Delfin en el parque de María Luisa

El señor Delfín era un hombre mayor que se hacía notar allá donde iba, aunque él no lo pretendiera. Él siempre creía vestir de una manera con la que pasaba desapercibido.
Lo cierto es que normalmente usaba ropa negra, pantalones y americana, mezclada con sus camisas blancas que, con el paso del día, iban soltándosele de debajo del pantalón, lo que le daba un aspecto bastante desaliñado. A eso habría que sumarle que, desde que murió su mujer, la lavadora y la plancha habían dejado de ser unos electrodomésticos que usase con frecuencia, por lo que solía aparecer en público con manchas y arrugas en sus prendas. Todos sus zapatos eran negros sin cordones y de punta ancha. 
Estaba claro que no conseguía pasar desaparecibido. Ya fuese verano o invierno él siempre llevaba la misma indumentaria aunque en los días más calurosos del año solía prescindir de la americana y se remangaba las mangas de la camisa dejando asomar unos antebrazos esqueléticos, carcomidos por el paso del tiempo y la falta de ejercicio. El pelo que tenía en ellos empezaba a tornarse tan blanco como el que poblaba su cabeza y que no desentonaba con la palidez de su cara. 
Solía arrastrar su mirada de ojos tristes y azules mientras paseaba por el parque de María Luisa como si nada más allá de sus siguientes cinco pasos le importase en el mundo. Su paso era firme, lento y seguro. Sus manos siempren iban sujetándose la una a la otra en la parte baja de su espalda.
No es de extrañar que las personas que lo veían deambular todos los días por el parque pensasen que el señor Delfín era un pobre diablo olvidado del mundo que no tenía a nadie que pudiera cuidar de él. Pensaban que se trataba de una de esas personas que no está bien de la cabeza.
Un buen día en el que el sol brillaba en una tarde reluciente de Mayo, el señor Delfín, que se sentía observado por los cocheros, tenderos, kioskeros y demás habituales del parque, se acercó a Antonio, uno de los tenderos que se dedicaba a comerciar con chucherías y globos para los niños.
- Disculpe, no quisera importunarle, pero huele usted mal.- Había levantado la vista para fijar su mirada en los ojos de Antonio mientras le hablaba.
Antonio, que gastaba pocas entendederas con las complejidades de la mente del señor Delfín, se echó a reir, hizo caso omiso a su comentario y le espetó:
- Lárgate viejo, aquí el que huele mal eres tú con esas pintas que llevas... - Elevaba la voz mientras se alejaba el señor Delfín que, una vez había hecho su comentario, había continuado con su paseo.
Al cabo del rato, el señor Delfín ya se había ido y Antonio seguía trabajando. Era un día muy entretenido ya que muchos niños se acercaban a mirar, pero, por el motivo que fuese, no conseguía vender mucho en aquellas fechas, así que dedicaba mucho tiempo a aburrirse mientras la frase del señor Delfín taladraba su mente. Inconscientemente bajaba su cabeza mientras levantaba alguno de sus brazos y aspiraba con la nariz para comprobar su olor corporal. "Pues yo no huelo nada" pensaba. Pero también sabía que cuando uno se acostumbra a su olor corporal, no es consciente del contraste que hace con los olores circundantes y por tanto del olor que uno desprende. 
Pasó así el resto del día. Tal fue su paranoia que al caer la noche, cuando se encontraba cenando junto a su mujer y su hija, Antonio no soportaba más la duda que le había provocado el comentario del señor Delfín y preguntó al aire.
- ¿Huelo mal hoy?
Las miradas de sus dos chicas seguían inmiscuidas en sus platos a la vez que se desprendían de los labios de su hija unas palabras tambaleantes e indecisas:
- ¿Por qué preguntas eso papá? - Antonio la miraba con la intención de recabar la información que él pretendía conseguir pero no encontró nada.
- No es nada niña, es que hoy se me ha acercado un loco que siempre anda por el parque y me ha dicho que huelo mal, pero es que yo no me noto nada.
- Pues yo creo que hueles normal papá. - titubeó la niña.
Y la noche transcurrió como si aquello no hubiera pasado. Pero a la mañana siguiente, Antonio decidió asearse más concienzudamente, se echó algo de colonia en el cuello y en las muñecas y, de camino al trabajo, compró un desodorante para cubrir el olor que pudiera provocar el sudor de sus axilas. Parecía ridículo, pero se había propuesto cambiar sus hábitos aquel día únicamente por el comentario de aquel viejo. Incluso había decidido cambiar su indumentaria habitual. Había cogido la ropa que solía llevar los domingos cuando iba a ver a su Betis y se la había enfundado consiguiendo un aspecto algo más juvenil del que solía aparentar.
Aquel día el señor Delfín dió un par de vueltas al parque pasando por delante de Antonio sin que pareciera que el viejo reparase en su presencia. Iba a caer el sol por el horizonte cuando Antonio, harto de esperar que el señor que siempre vestía de negro reparase en su cambio de look, se acercó a él y le dijo:
- Oye viejo, ¿hoy también huelo mal?
El viejo le miró extrañado.
- Perdone, ¿le conozco?- Antonio le miraba perplejo.
- ¿Ayer mismo me dijiste que olía mal y hoy ni siquiera te acuerdas de mi? Es verdad lo que dicen: estás como una chota.
El señor Delfín no cambió el gesto, seguía serio escrutando su mirada, hasta que en una décima de segundo posó sus ojos en el tenderete de Antonio, acto seguido una chispa de lucidez aparecía en su mirada y una media sonrisa en su rostro. Entonces se volvió para seguir con su paseo y cuando ya se alejaba le preguntó sin girarse:
- ¿Cómo ha ido el día Antonio? ¿has vendido más que ayer? - Y el silencio envolvió la realidad del humilde tendero.
Desde aquel día, Antonio cambió su forma de asearse para siempre.


Moraleja 1: En ocasiones, es en las pequeñas cosas donde está el motivo por el que las grandes suceden o no.
Moraleja 2: Puedes aprender algo de cualquier persona que te encuentres en tu camino.


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24 de octubre de 2011

...de poder.

Valiente, seguro de si mismo, decidió desembarcar de su nave para adrentarse en esa espesa selva consciente de que lo que veía tras ella, en el horizonte, era el lugar que había estado buscando durante años.
Pero la selva era densa, se sentía observado por los innumerables animales que podía habitarla. Lobos, serpientes, hienas, panteras, cocodrilos y todo un helenco de maquivélicas bestias dispuestas a hacer que se quedase en el camino.
Llegó a pensar que esas bestias tenían el objetivo de impedirles el paso, pero en el fondo sabía que lo que realmente querían era saciar un insaciable apetito...

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6 de abril de 2011

Poner los pies en el suelo.

Cayó, cayó y cayó y una hoja enorme paró su caída. Se levantó y oteó el horizonte. No veía como seguir bajando pero tenía que hacerlo. Comprendió que el mejor camino era seguir cayendo, así que se abalanzó sobre el vacío y siguió cayendo. Esta vez fueron un par de metros. Aterrizó sobre una enorme rama que le enseñaba el camino hasta el tronco de aquel gigantesco árbol. Enseguida pudo ver la senda, pudo ver el fin de su camino, el principio de otro. Eran unos cuantos metros nada más, estaba ilusionado, parecía casi conmovido.

Por fin llegó a tierra firme y solo entonces se dio cuenta de que no era para tanto.


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6 de marzo de 2011

Humanos.


Las cicatrices del único árbol que quedaba en el mundo contaban historias sobre las peleas entre gigantes, entre monstruos iracundos y despreocupados que no veían más allá de sus propias narices. Monstruos derrotados por sí mismos, monstruos que terminaron por creerse sus propias mentiras.

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24 de enero de 2011

La otra fábula del ratón y la serpiente. (Final alternativo)

Hace mucho tiempo, en un lugar muy muy lejano, una pequeña serpiente se arrastraba hambrienta por las arenas de un desierto inmenso. Su avance era lento y fatigoso, el sol era un verdugo imperturbable. Por suerte para ella, su corta vida había transcurrido siempre alrededor de aquella zona, lo que hacía que la conociese bastante bien. Fue por esto por lo que supo que a unos cien metros del cactus en el que se encontraba, siguiendo la dirección contraria al desplazamiento del sol, podría encontrar un caserón abandonado en el que podría descansar y, tal vez, sofocar su hambre.
Cuando la pequeña serpiente llegó al viejo caserón descubrió ilusionada que algo había cambiado en él. El suelo sobre el que se arrastraba, parecía vibrar al compás de unas pequeñas patitas de las que era propietario un ratón que correteaba por la planta baja del caserón abandonado buscando reposo. Pensó que tal vez hubiera tenido un golpe de suerte, ya que no solía ir allí a alimentarse.
Pero entonces, ocurrió algo inesperado. La única puerta por la que se colaba la luz del sol en la habitación en la que se encontraban los dos animales se cerró. Antes de que esto ocurriera habían sucedido dos cosas: la primera fue que el ratón se había percatado de la presencia de la pequeña serpiente; y la segunda fue que la pequeña serpiente se había dado cuenta de ello.
Siendo así, a oscuras, conscientes ambos de su presencia en la habitación y con un hambre voraz, la pequeña serpiente decidió probar suerte. Así que abrió la boca y se abalanzó hacía el lugar donde había visto por última vez al ratón con la esperanza de cazarlo allí. Pero el ratón había conseguido oír sus intenciones, pues la oscuridad no ciega el sentido del oído, y salió corriendo hacia otra parte de la habitación con la  pequeña esperanza de que la serpiente no lo encontrara en un espacio tan reducido como aquel. 
Transcurrieron unos minutos en los que ambos animales estuvieron moviéndose por la estancia en la que se encontraban sin llegar a encontrarse el uno con el otro, hasta que de repente las patitas del ratón dejaron de sonar y la serpiente, extraviada, chocó con una pared de la habitación.
La pequeña serpiente supuso que el ratón había encontrado el hueco que existía bajo la escalera de la estancia y por el que ella no cabía, así que se conformó y, atolondrada  y perdida por el golpe que se había dado, dejó la tarea de la comida para más adelante.

Moraleja para la serpiente:
"Siempre es mejor saber hacia dónde vas, antes de empezar a caminar".

Moraleja para el ratón: 
"En ocasiones, intentarlo da sus frutos".

"Moraleja para los demás:
Da igual cuál sea el principio o el final,
eso no es lo importante de verdad."

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22 de enero de 2011

La fábula del ratón y la serpiente.

Hace mucho tiempo en un lugar muy muy lejano, existía un pequeño ratón que correteaba perdido en la inmensidad de un desierto. Hacía calor y estaba cansado por lo que, cuando vio un pequeño caserón abandonado en la lejanía, no dudó en llegar hasta él para poder dejar reposar sus patitas.
El caserón estaba oscuro y olía como si no hubiese sido pisado por nadie durante mucho tiempo. Al menos, eso le pareció al pequeño ratón, que no se percató de que dentro de la habitación había otro ser merodeando. Era una serpiente que se arrastraba exhausta por el suelo de madera de aquella vieja vivienda. 
El ratón, al verla, se percató de que, en cuanto fuese descubierto en aquel lugar sería un buen manjar para la serpiente, así que se asustó y decidió que tenía que huir. Pero antes de que pudiera hacerlo, una bocanada de aire, que anunciaba la proximidad de una tormenta de arena, cerró la única puerta por la que se colaba la luz dentro de la habitación en la que se encontraban los dos animales.
La oscuridad estaba presente en todos los puntos hacia los que el ratón dirigiese la mirada. En cualquier caso, sí que podía escuchar, ya que la oscuridad no ciega el sentido del oído, y escuchó cómo el arrastrar de la serpiente era más intenso, como si ella estuviera acelerando el paso para llegar hasta él. Lo que el pequeño ratón no sabía es que la serpiente, que ya había visto al pequeño ratón antes de que la puerta se cerrase dejando a oscuras la habitación, se arrastraba así de rápido en busca del pequeño ratón pero sin saber dónde estaba. 
El pequeño ratón, asustado, empezó a correr con los ojos cerrados con la esperanza de encontrar una salida en aquella oscura habitación antes de que la serpiente lo encontrase y se lo comiese.
Al cabo de unos minutos en los que los dos animales estuvieron correteando por la habitación, el ratón encontró algo parecido a un agujero y, sin pensarlo ni un instante, se introdujo en él. Como aún estaba oscuro, trató de llegar hasta el final del estrecho túnel en el que se había metido. Cuando lo hubo alcanzado se dió cuenta de que ese túnel, que no tenía salida, no era otra cosa que el cuerpo de la serpiente que había estado correteando por la habitación con la boca abierta.

Moraleja para el ratón
"Siempre es mejor saber hacia dónde vas, antes de empezar a caminar".

Moraleja para la serpiente
"En ocasiones, intentarlo da sus frutos".

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