15 de enero de 2013

El pirata de La Sola

- Y ahora sólo puedo decir: adiós amor, adiós. Hemos compartido juntos tantos momentos, hemos ido a tantos lugares y hemos visitado tantas ciudades que hoy, el día en el que nos separan, únicamente puedo mirar atrás y comprender, de la forma más amarga posible, que nunca podremos repetir experiencias similares a las que hemos vivido hasta ahora.

Lo has sido todo para mi, Minerva; eres mi vida. Por eso no hayo mejor despedida que la que hoy se nos presenta: tú seguirás comandada por estos miserables, mientras que yo seré arrojado al mar. Pero sabe Dios que prefiero esta muerte mil veces antes que verte en las manos de otros. He nacido para ser el Capitán del navío en el que hoy me encuentro y será un orgullo morir por haberlo defendido con mi vida.
Tras este soliloquio, D. Justiniano, el capitán del Minerva II, saltó al mar sin que hiciera falta empujón alguno para ayudarle. Los asaltantes del navío vociferaron festejando el salto de tan noble personaje, habida cuenta de que era el último de todos aquellos integrantes de la anterior tripulación que no habían cedido a las pretensiones de D. Gustavo, el nuevo capitán. Quedaron vivos cinco marineros que aceptaron adherirse a un juramento mediante el cual pasaban a convertirse en piratas y renunciaban, de esta manera, a las vidas que habían llevado hasta ese momento.
Reían, brincaban y bailaban todos menos estos últimos y D. Gustavo, quien mantenía una pose recta, con la mirada al frente y el mentón exageradamente levantado. Era un hombre fornido de piel tostada por el sol y una melena negra como el tizón. Su barba era frondosa y oscura; su gesto era tan serio que podría atemorizar a cualquiera que posara sus ojos en él. Vestía completamente de negro, llevaba una elegante capa corta y un sombrero de ala ancha; sus botas parecían haber pisado más mundos de los que pisan la mayoría de los mortales y sus guantes, de cuero negro, cubrian unas manos enormes en las que faltaban los dedos meñique y anular de la derecha.
Yo, que me encontraba viendo toda la escena a través de la rendija de una escotilla entreabierta, no daba crédito a todo lo sucedido en las últimas dos horas. El capitán Justiniano había permitido embarcar a varios hombres que habían solictado su permiso desde un pequeño barco pesquero. Estos hombres resultaron ser piratas que, sin mediar palabra, asaltaron el navío y tomaron el barco a través de la violencia. Poco después, toda una nueva tripulación se había hecho cargo del Minerva II desplazando a la anterior.
Mi nombre es Aurelio y era uno de los varios polizones a bordo del Minerva II que buscaban una nueva vida en las Islas Canarias, pues ese es el rumbo que había tenido aquel barco hasta entonces.
Poco después de que todo aquello tuviera lugar, los polizones fuimos siendo descubiertos uno tras otro. El primero fue un ingenuo chaval llamado Ahmed que fue arrojado al mar sin miramientos. Recé por su alma todos los días hasta que empecé a rezar por la mía el día en que me descubrieron a mi, puesto que fui el segundo polizón en ser arrestado. 

Me sorprendieron cogiendo comida del almacén de las cocinas y fui llevado inmediatamente en presencia del capitán. Recuerdo que D. Gustavo me interrogó acerca de mi destino y de mis pretensiones. Me hizo mil y una preguntas sobre quién era y a qué había dedicado mis días hasta entonces y a todas respondí con la amabilidad y el respeto que mi educación me permitían.

Cuando el pirata hubo terminado su infame interrogatorio me dio a elegir entre nadar con los animales marinos hasta que las fuerzas me lo permitieran o unirme a su tripulación como pirata. Aunque no me convencía en absoluto dedicar mis días y mi trabajo al juramento de los piratas, opté por esta opción al tener una alternativa tan poco provechosa para mi persona.

Al poco de formar parte de la tripulación, se me fueron confiados los datos oportunos para la correcta navegación del navío. Me contaron, entre otras cosas, que nos dirigíamos a una isla venezolana a la que llamaban La Sola y que nadie, salvo D. Gustavo, sabía cuál era el motivo de este destino.

"¡Cuando lleguemos lo sabréis muchachos!", gritaba de vez en cuando sobre cubierta el capitán sin que nadie le hubiera preguntado. Imagino que D. Gustavo pretendía alentar los ánimos, en ocasiones desgastados, de los piratas. "¡Hay más riqueza y poder de la que jamás hubiérais visto jamás en esa isla!", decía.

Tardamos demasiado tiempo en llegar a nuestro destino a causa de los constantes cambios de dirección que sufría nuestro rumbo y que se hacían con la pretensión de evitar a otros navíos que podrían dar la alarma sobre la localización del barco robado. Pero puedo juraros que aquel tortuoso camino, plagado de sobresaltos, tempestades y vientos huracanados, mereció la pena por ver el paraíso que en La Sola nos esperaba.

Se trataba de un lugar maravilloso en el que a uno lo trataban como a un bendito. Había bares y lugares para la diversión en toda la isla. Viviendas de lujo, coches último modelo y playas... ¡Ah, qué playas! Para no gastar palabras en describir lo indescriptible os encomiendo a que recordéis la imagen de cualquier postal en la que hayais visto esas playas de arena blanca y agua cristalina con sus palmeras inclinadas... ¡eran esas playas!... estoy seguro de que las fotos de esas postales las sacan en esas playas. La vida en La Sola era todo cuánto uno podría desear.

Al desembarcar, la tripulación entera recibió del capitán una más que generosa gratificación económica, además de una lujosa vivienda en la isla y un fabuloso  Porsche para nuestro uso y disfrute. Tras esto, D. Gustavo nos informó de que quedábamos liberados del juramento de pirata y de que la tripulación quedaba completamente disuelta. Y cada uno se fue por donde quiso más feliz que una perdiz.

Sin embargo, no cuadraba en mi mente el motivo por el cuál D. Gustavo no había querido rebelarnos todos los favores que nos iba a hacer a nuestra llegada. Parecía como si quisiera quitarnos de enmedio. ¿De enemedio de qué? me preguntaba constantemente.

Algunos amigos que estaban conmigo en el Minerva II me decían que el capitán había perdido la cabeza unos meses atrás y que había cruzado el Atlántico en busca de un tesoro remótamente escondido en el continente americano. Me contaban que partió en su busca a pesar de que llevaba una buena suma de lingotes de oro a bordo del pesquero en el que zarpó. Nada se sabe sobre si terminó encontrándolo o si al final desistió o falleció intentándolo. No supe más de D. Gustavo ni de esa leyenda que comenzaron a difundir mis ex-compañeros piratas.

Sin embargo, el Minerva II, que aun continúa encayado en las costas de La Sola, sí que me recuerda el día en el que consentí hacerme pirata y conseguir con esto una vida holgada y llena de facilidades.


A Jara, la cuentacuentos que siempre estuvo aquí.

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3 comentarios:

  1. PD: Y que siempre estará.

    He de reconocer que ese final, "fácil" para ellos me ha sorprendido, porque esperaba todo lo contrario. Lo acepto, pero me hubiera gustado que en esa isla hubiera algo más. (Yo por pedir... )

    Mil besos Manuelísimo.

    Sigue escribiendo tanto que seguiré leyéndote.

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  2. La diatriba inicial de don Justiniano y su lanzamiento por la borda,el término "piratas" y la descripción de don Gustavo me trasladó, desde la voz del narrador, al escenario de La isla del tesoro, a la épica de aquellas historias de piratas y corsarios. Y así fue durante gran parte del relato, hasta que de repente la frase "coches último modelo" me devolvió de golpe desde aquellos siglos XV,XVI,... a la actualidad a la velocidad de un Porsche :-)

    El final, ya sin épica pero con los ingredientes de nuestro tiempo, fue el final de los piratas, aunque su leyenda sigue.

    Me encantó ese cambio, ese giro en la historia. Un abrazo!

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  3. Una de piratas!! con lo que me gustan los piratas!! aunque la verdad este pirata tuyo no era demasiado malo pero sin duda alguna hubiera merecido la pena subirse a ese barco y navegar hasta su destino
    bessos!

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