Llegó el día de la insurrección. Todo estaba dispuesto para que los hechos tuvieran lugar pero el miedo sacudía su estómago de manera que paralizaba todo su cuerpo. Ante él inmensos campos se desenvolvían en un terreno quebrado, escurridizo, húmedo. Detrás suyo Córdoba mora, esquiva, perdida bajo un cielo azul turbado por el grisáceo de las nubes. Desde la sierra la Mezquita se levanta hermosa rematando la judería. Como bañada por el Guadalquivir, no muere, sino que revive su belleza a cada mirada que recibe. Miradas de siglos la contemplan.
El huidizo sentimiento le paralizaba pero su decisión estaba tomada. Se dirigió hacia la casa que se presentaba a su izquierda. Cortijo andaluz, paredes blancas, portalón de grandes dimensiones sobre el que se apoya el balcón principal de la vivienda; a ambos lados, ventanales en los que prevalecía la proporción vertical de manera que la poca altura del caserío era disimulada por éstos, haciéndola imponente a la vista. Se sintió diminuto al picar a la puerta.
Silencio. Llamó de nuevo. "¡¿Quién vive?!" dijo. No hubo respuesta.
Dio una vuelta alrededor de la casa y comprobó que no había nadie, lo que sofocó su ansiedad. No mataría a nadie aquel día. Sin embargo su tarea debía ser ejecutada. Repartió alrededor del caserío una serie de trapos impregnados de aceite. Cuando terminó prendió cada uno de ellos con la antorcha que había llevado consigo para tal propósito.
El fuego se propagaba por las vigas y ventanales de madera de forma voraz. Cuando estuvo seguro de que el ardería por completo sin más ayuda, abandonó el lugar. A la mañana siguiente solo encontraría ruinas y escombros.
El huidizo sentimiento le paralizaba pero su decisión estaba tomada. Se dirigió hacia la casa que se presentaba a su izquierda. Cortijo andaluz, paredes blancas, portalón de grandes dimensiones sobre el que se apoya el balcón principal de la vivienda; a ambos lados, ventanales en los que prevalecía la proporción vertical de manera que la poca altura del caserío era disimulada por éstos, haciéndola imponente a la vista. Se sintió diminuto al picar a la puerta.
Silencio. Llamó de nuevo. "¡¿Quién vive?!" dijo. No hubo respuesta.
Dio una vuelta alrededor de la casa y comprobó que no había nadie, lo que sofocó su ansiedad. No mataría a nadie aquel día. Sin embargo su tarea debía ser ejecutada. Repartió alrededor del caserío una serie de trapos impregnados de aceite. Cuando terminó prendió cada uno de ellos con la antorcha que había llevado consigo para tal propósito.
El fuego se propagaba por las vigas y ventanales de madera de forma voraz. Cuando estuvo seguro de que el ardería por completo sin más ayuda, abandonó el lugar. A la mañana siguiente solo encontraría ruinas y escombros.
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