Imaginad una isla. Una isla a la que no haya llegado aun la mano del hombre. Una isla en la que los seres que la habitan viven en armonía dentro de un ecosistema en el que todos dan y reciben de todos. Un intercambio mutuo, una supervivencia en conjunto.
Sin embargo, en este ecosistema, evidentemente, hay seres que aportaban más a aquella comunidad y otros que no tienen la posibilidad de aportar demasiado.
Los seres que más aportan no son otros que los propios árboles que conforman el bosque. Enormes moles centenarias que dan cobijo a muchos otros seres y que se defienden en conjutno de las inclemencias meteorológicas que a menudo maltratan este lugar. La ausencia de un árbol dentro de un bosque frondoso solo la notan aquellos seres que se cobijan a su amparo para subsistir, para no ser devorados por el mundo.
Son los seres vivos que habitan en los árboles o en sus alrededores los que han escogido a lo largo de la evolución depender de otro ser vivo para sobrevivir. De esos seres vivos que dependen del árbol que se seca, los que pueden moverse como los pájaros, tratarán de encontrar otro árbol en el que cobijarse. Cuando lo encuentran inician una nueva vida dependiendo del nuevo árbol que los mantendrá a salvo. Estos animales se adaptan al cambio dependiendo de otro árbol.
Por otro lado está el lugar donde el árbol se encontraba, un lugar que finalmente será un hueco que los árboles de alrededor también notaráns. A algunos de ellos les alcanzará más el sol ahora que no está el vecino y otros sufrirán con mayor intensidad las embestidas del viento y las lluvias. Pero los árboles no se mueven, se adaptan al cambio clavando sus raíces al suelo.
Pero las malas hierbas mueren. No pueden moverse, han vivido siempre al amparo de la sombra de su árbol y del agua de lluvia que recogen sus hojas. Estas malas hierbas no consiguen adaptarse.
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