- ¿Estás segura de que no nos conocemos de antes?
La miraba a la cara, sonriente y sin complejos, pero los pistachos que tenía por ojos me atravesaban con una mirada de esas que fulminan. Ni siquiera se volvió del todo para contestarme, no le hizo falta, las esmeraldas que tenía en la cara hablaban por ella.
- Mala frase para ligar ¿verdad? - Traté de mantener la sonrisa.
- ¿Tú qué crees? ¿Te ha servido con alguien? - Dos frases; y encima son preguntas. ¡Bingo!
- No se me ha dado bien nunca. A mi es que se me da mejor hablar, contar mis mierdas, batallitas, historias y demás...
Seguía mirándome de reojo, sin moverse. Pero sus ojos eran ahora diferentes. Más claros, más grandes, más... ¿bellos? Ni siquiera me fijé en si sonreía. ¿Había más luz en el bar? Su mirada iluminaba las pocas mesas que teníamos alrededor. Estaba sumergido, casi ahogado.
El local estaba a punto de cerrar. El ambiente era frío, casi invernal. Fuera caía una lluvia mortecina que calaba hasta los huesos. El local apestaba tanto a humo de tabaco que había empezado a toser nada más entrar. No había nadie conocido a la vista. Media hora después ya me iba, pero antes había decidido probar suerte.
- Cuéntame un cuento. - Me dijo para que me callara, supongo. Estaba hablando demasiado. Se había vuelto hacia mi y me miraba pícara, casi retándome.
- ¿Un cuento? - Estaba boquiabierto ¿Se estaba riendo de mi? Nunca lo supe.
- Un cuento, una historia... algo. A ver si eres capaz. - Achinó los ojos y sonrió con malicia.
- Bueno. - Me envalentoné: "Me la juego", pensé. - Dame cinco segundos.
- Si no la tienes en cinco segundos me voy. ¡Uno!
Dirijí mis ojos hacia el techo. Traté de abstraerme.
- ¡Dos!
Inventarme algo y que encima quedase bien era imposible en cinco segundos.
- ¡Tres!
Busqué en mi memoria alguna que ya hubiese contado. Nada. Sus ojos, mis nervios...
- ¡Cuatro!
Leyendas, historias, medias verdades... ¿La del monje?
- ¡Cinco!
No había tiempo, la del monje.
- La del monje.
- ¿Qué?
- "La leyenda del monje de la curva de Los Cobos".
Una sonrisa radiante que casi me deja ciego se dibujó en su cara. Apoyó los codos en la mesa y se puso las manos en las mejillas. Aspiré su perfume. Ya no olía a tabaco en ninguna parte del local.
***
Hace mucho, mucho tiempo, al norte de una comarca cordobesa conocida como Campiña Sur, existió una congregación eclesiástica de jesuitas que era propiedad de la mayor parte de los territorios de la zona.
Los jesuitas estuvieron en esas tierras hasta que, allá por el siglo XVIII, a un ministro de Madrid al que llamaban Esquilache, se le ocurrió la idea de impedir que los hombres pudieran vestir capas largas y sombreros de ala ancha. Esta medida provocó tal malestar entre la población, que ya estaba bastante nerviosa a causa del hambre que se pasaba en esas fechas, que se produjo un motín en Madrid. El motín fue atajado pero una de sus consecuencias fue que los jesuitas salieran del país ya que se les culpó a ellos de instigadores de la sublevación popular.
Pues bien, no todos salieron del país. Un reducto de monjes jesuitas quedó oculto el tiempo, rindiendo culto a Dios a su manera. Tal es así que se dice que en cierto momento -no me preguntes cuándo- la ideología de estos monjes se desvió a puntos que no coincidían con los que marcaba ninguna de las religiones conocidas. Esta agrupación de monjes ha evolucionado con el paso del tiempo y me atrevería a afirmar que hoy en día aun se mantiene algún tipo de sociedad secreta oculta en alguna parte de la Campiña.
Sin embargo, no hay pruebas que me permitan confirmar esta teoría. Lo único que te puedo contar es que se comenta en muchos círculos de las poblaciones del norte de la comarca que varias veces se ha visto a una persona ataviada con el hábito de un monje deambular por los alrededores de Los Cobos, a mitad de camino entre las poblaciones de La Guijarrosa y Monte-Alto. Es un lugar rodeado de olivares y atravesado por una carretera que deja en uno de sus márgenes el cortijo que da nombre a esa zona y, tambien, a la curva junto a la que se ubica.
Los más enterados de este asunto cuentan que al monje siempre se le ha visto de noche; que aparece cuando no hay Luna, llevando en una mano un candil que le hace tenuemente visible y en la otra una especie de palo alargado que usa a modo de bastón aunque su longitud es incluso superior a la altura de este personaje. Hay quien dice que no se trata de un palo sino que es una guadaña; otros que se trata de un hacha; y otros dicen que lo que el monje porta es una espada.
También existen otras voces que afirman que en una ocasión no vieron a un monje sino a un hombre vestido con una capa que le llegaba hasta los tobillos y con un sombrero de ala ancha que le ocultaba el rostro.
Cuenta la leyenda que en los alrededores de la curva de Los Cobos existen los últimos vestigios de una sociedad secreta que fue fundada por jesuitas que se mantuvieron en España tras su expulsión. Se dice que durante más de doscientos años han influido en la vida política y económica del país, ejerciendo una fuerte influencia en la provincia.
Se afirma que en un momento indeterminado del siglo XX algo ocurrió que hizo que los herederos de la sociedad fundada por los jesuitas desaparecieran de la zona. Solo queda un último representante de aquella sociedad que guarda y defiende con su vida todos los vestigios materiales e inmateriales que hay escondidos en estas tierras. Todos estos secretos están guardados en los alrededores de Los Cobos, ocultos durante siglos en lugares con los que nadie nunca debe tropezar; aguardando la vuelta o la regeneración de una sociedad secreta que vuelva a dominar y dirijir el destino del mundo que nos rodea.
Existen personas que dicen que aquel que se atreva a buscar por los alrededores algún tipo de tesoro etéreo se encontrará antes con el monje que con cualquier otra cosa. Cuentan que si algún día se mostrase, es imposible saber con certeza lo que podría llegar a hacer porque nadie reconoce haberlo visto nunca de cerca.
Sin embargo, dice la leyenda que el monje no es amistoso y que conviene no pasar en Los Cobos más tiempo del estrictamente necesario en las noches en las que no hay Luna.
***
- Esta noche no hay Luna. ¿Te apetece que vayamos a ver las estrellas? - Prometo que lo que pretendía con aquello era únicamente pasar más tiempo con ella.
- No. - Me miró con cierta desconfianza aunque sin perder la sonrisa. - Creo que me iré a casa.
Se levantó y se fue. En mi mente un pensamiento: "Me gusta esa chica".
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