31 de diciembre de 2012

El monje de Los Cobos.

- ¿Estás segura de que no nos conocemos de antes?
La miraba a la cara, sonriente y sin complejos, pero los pistachos que tenía por ojos me atravesaban con una mirada de esas que fulminan. Ni siquiera se volvió del todo para contestarme, no le hizo falta, las esmeraldas que tenía en la cara hablaban por ella.
- Mala frase para ligar ¿verdad? - Traté de mantener la sonrisa.
- ¿Tú qué crees? ¿Te ha servido con alguien? - Dos frases; y encima son preguntas. ¡Bingo!
- No se me ha dado bien nunca. A mi es que se me da mejor hablar, contar mis mierdas, batallitas, historias y demás...
Seguía mirándome de reojo, sin moverse. Pero sus ojos eran ahora diferentes. Más claros, más grandes, más... ¿bellos? Ni siquiera me fijé en si sonreía. ¿Había más luz en el bar? Su mirada iluminaba las pocas mesas que teníamos alrededor. Estaba sumergido, casi ahogado.
El local estaba a punto de cerrar. El ambiente era frío, casi invernal. Fuera caía una lluvia mortecina que calaba hasta los huesos. El local apestaba tanto a humo de tabaco que había empezado a toser nada más entrar. No había nadie conocido a la vista. Media hora después ya me iba, pero antes había decidido probar suerte.
- Cuéntame un cuento. - Me dijo para que me callara, supongo. Estaba hablando demasiado. Se había vuelto hacia mi y me miraba pícara, casi retándome.
- ¿Un cuento? - Estaba boquiabierto ¿Se estaba riendo de mi? Nunca lo supe.
- Un cuento, una historia... algo. A ver si eres capaz. - Achinó los ojos y sonrió con malicia.
- Bueno. - Me envalentoné: "Me la juego", pensé. - Dame cinco segundos. 
- Si no la tienes en cinco segundos me voy. ¡Uno!
Dirijí mis ojos hacia el techo. Traté de abstraerme.
- ¡Dos!
Inventarme algo y que encima quedase bien era imposible en cinco segundos. 
- ¡Tres!
Busqué en mi memoria alguna que ya hubiese contado. Nada. Sus ojos, mis nervios...
- ¡Cuatro!
Leyendas, historias, medias verdades... ¿La del monje?
- ¡Cinco!
No había tiempo, la del monje.
- La del monje.
- ¿Qué?
- "La leyenda del monje de la curva de Los Cobos".
Una sonrisa radiante que casi me deja ciego se dibujó en su cara. Apoyó los codos en la mesa y se puso las manos en las mejillas. Aspiré su perfume. Ya no olía a tabaco en ninguna parte del local.

***
Hace mucho, mucho tiempo, al norte de una comarca cordobesa conocida como Campiña Sur, existió una congregación eclesiástica de jesuitas que era propiedad de la mayor parte de los territorios de la zona.
Los jesuitas estuvieron en esas tierras hasta que, allá por el siglo XVIII, a un ministro de Madrid al que llamaban Esquilache, se le ocurrió la idea de impedir que los hombres pudieran vestir capas largas y sombreros de ala ancha. Esta medida provocó tal malestar entre la población, que ya estaba bastante nerviosa a causa del hambre que se pasaba en esas fechas, que se produjo un motín en Madrid. El motín fue atajado pero una de sus consecuencias fue que los jesuitas salieran del país ya que se les culpó a ellos de instigadores de la sublevación popular.
Pues bien, no todos salieron del país. Un reducto de monjes jesuitas quedó oculto el tiempo, rindiendo culto a Dios a su manera. Tal es así que se dice que en cierto momento -no me preguntes cuándo- la ideología de estos monjes se desvió a puntos que no coincidían con los que marcaba ninguna de las religiones conocidas. Esta agrupación de monjes ha evolucionado con el paso del tiempo y me atrevería a afirmar que hoy en día aun se mantiene algún tipo de sociedad secreta oculta en alguna parte de la Campiña.
Sin embargo, no hay pruebas que me permitan confirmar esta teoría. Lo único que te puedo contar es que se comenta en muchos círculos de las poblaciones del norte de la comarca que varias veces se ha visto a una persona ataviada con el hábito de un monje deambular por los alrededores de Los Cobos, a mitad de camino entre las poblaciones de La Guijarrosa y Monte-Alto. Es un lugar rodeado de olivares y atravesado por una carretera que deja en uno de sus márgenes el cortijo que da nombre a esa zona y, tambien, a la curva junto a la que se ubica.
Los más enterados de este asunto cuentan que al monje siempre se le ha visto de noche; que aparece cuando no hay Luna, llevando en una mano un candil que le hace tenuemente visible y en la otra una especie de palo alargado que usa a modo de bastón aunque su longitud es incluso superior a la altura de este personaje. Hay quien dice que no se trata de un palo sino que es una guadaña; otros que se trata de un hacha; y otros dicen que lo que el monje porta es una espada.
También existen otras voces que afirman que en una ocasión no vieron a un monje sino a un hombre vestido con una capa que le llegaba hasta los tobillos y con un sombrero de ala ancha que le ocultaba el rostro.
Cuenta la leyenda que en los alrededores de la curva de Los Cobos existen los últimos vestigios de una sociedad secreta que fue fundada por jesuitas que se mantuvieron en España tras su expulsión. Se dice que durante más de doscientos años han influido en la vida política y económica del país, ejerciendo una fuerte influencia en la provincia.
Se afirma que en un momento indeterminado del siglo XX algo ocurrió que hizo que los herederos de la sociedad fundada por los jesuitas desaparecieran de la zona. Solo queda un último representante de aquella sociedad que guarda y defiende con su vida todos los vestigios materiales e inmateriales que hay escondidos en estas tierras. Todos estos secretos están guardados en los alrededores de Los Cobos, ocultos durante siglos en lugares con los que nadie nunca debe tropezar; aguardando la vuelta o la regeneración de una sociedad secreta que vuelva a dominar y dirijir el destino del mundo que nos rodea. 
Existen personas que dicen que aquel que se atreva a buscar por los alrededores algún tipo de tesoro etéreo se encontrará antes con el monje que con cualquier otra cosa. Cuentan que si algún día se mostrase, es imposible saber con certeza lo que podría llegar a hacer porque nadie reconoce haberlo visto nunca de cerca.
Sin embargo, dice la leyenda que el monje no es amistoso y que conviene no pasar en Los Cobos más tiempo del estrictamente necesario en las noches en las que no hay Luna.

***
- Esta noche no hay Luna. ¿Te apetece que vayamos a ver las estrellas? - Prometo que lo que pretendía con aquello era únicamente pasar más tiempo con ella.
- No. - Me miró con cierta desconfianza aunque sin perder la sonrisa. - Creo que me iré a casa.
Se levantó y se fue. En mi mente un pensamiento: "Me gusta esa chica".


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

27 de diciembre de 2012

El faro de la isla Estornuda.

Historia dedicada a aquella persona que, sin querer, me dio la idea para hacerla.
Esa persona que me alumbra el camino cuando el mar me hace zozobrar.


I.- Introducción.

He ejercido muchas profesiones a lo largo de mi vida a pesar de que actualmente no es eso lo que las empresas desean escuchar cuando te hacen una entrevista de trabajo. Ahora, lo que las empresas buscan es a un profesional formado, con mucha experiencia en un puesto similar y con un alto nivel de especialización en el oficio a desempeñar.
El carácter, las habilidades no demostrables o la capacidad para aprender y aplicar lo aprendido han quedado a un lado de un tiempo a esta parte. La culpa de esto, entre otras cosas, la tiene la gran demanda de empleo que existe en la actualidad.
Esta mastodóntica demanda provoca que las empresas tengan la esperanza (cuando no la certeza) de que el perfil de persona que están buscando está disponible en alguna parte y les está esperando. No les culpo. Seguramente, si estuviese en su lugar, haría lo mismo.
Se lo que el mundo espera de mi y lo acepto. Hay que elegir un camino y apostar por él con determinación. Perfecto, me parece bien. Pero me me resisto, me niego a pensar que todas las profesiones que he desempeñado no me han servido para nada. Al contrario, determinan mi forma de ser, y no solo la forma de desarrollar cualquier tarea, sino que también lo hacen en el ámbito personal.
Por eso no voy a olvidar todo lo que he hecho hasta ahora, que no es poco. Recuerdo haber trabajado muchísimo de cara al público: camarero sin saber contar, maestro sin saber leer, socio Enron o vendedor de enciclopedias (en 2009). También he desempeñado trabajos que requerían una gran paciencia como pueden ser los de taxidermista o relojero en el País de Nunca Jamás. Me he involucrado en campos que no son muy conocidos, como puede ser la cata de olores o la reproducción asistida de animales. Incluso he realizado labores como jornalero o testador de preservativos que, sin duda, exigen un gran esfuerzo físico.
Pero sin duda, la profesión que más me ha maravillado, la que más me ha realizado personalmente, la que más ha marcado mi caracter es la de farero. Permitidme que me ponga serio y que os robe un poco de vuestro tiempo para que os cuente cómo este humilde servidor consiguió la gran hazaña de ser el farero de una pequeña isla perdida en el océano llamada Estornuda.

II.- Presentación.

Soy Ahmed Alí Omar y, aunque por mi nombre no lo parezca, nací en Sevilla hace unos cuantos años. Concretamente soy trianero. Mi madre cuenta que mi concepción tuvo lugar junto al puente de Triana, en la calle Betis. La historia de mi nacimiento es bastante curiosa, pero no os aburriré con ella porque no viene al caso.
Y el caso es que allá por los años noventa trabajaba como ayudante de un arqueólogo junto a la Torre del Oro en mi ciudad natal. Mi jefe, Torcuato de la Obra, había conseguido convencer a la administración del municipio de que junto al monumento se encontraba enterrado un tesoro perdido durante la época de la conolización americana.
Tras tres años de excavaciones que importunaron bastante la correcta circulación de vehículos del Paseo de Cristóbal Colón, Torcuato, tuvo éxito y encontró unos lingotes de oro no muy lejos de donde habían comenzado las excavaciones.
El problema surgió más adelante, cuando supe que mi jefe no pretendía donar su descubrimiento a ningún museo, ni al municipio, ni a nadie. Torcuato de la Obra tenía la sana intención de pegarse unas duraderas vacaciones en cualquier país extranjero con mucha playa y mucho sol a costa del dineral en forma de oro que había conseguido sustraer de las entrañas de la ciudad. Tal es así que, engañado completamente por este tunante, me vi involucrado en el asunto y me convertí en uno de los personajes más buscados por la policía de la ciudad.
Este hecho me obligó a huir a Cádiz. Estuve malviviendo por sus calles durante más de cinco meses. Dormía escondido en el parque de los Genoveses y me alimentaba de la generosidad de los buenos gaditanos de manera tal que conseguía no llamar demasiado la atención con la esperzana de que en algún momento pasara la tormenta y la policía se olvidara de mi.
Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Una mañana de primavera un agente del orden me reconoció y emprendí una huida desesperada durante diez o quince minutos que me valieron para darle esquinazo al picoleto. Ese mismo día comprendí que tampoco estaba seguro en aquella ciudad, ni en ninguna otra de mi adorada nación. Tenía que salir del país.

III.- El viaje.

La decisión que había tomado acarreaba un par de problemas a solventar. A saber: tendría que sortear las preceptivas aduanas y lo tendría que hacer sin un duro en el bolsillo. Así que resolví que lo más prudente era arriesgarme y colarme en el primer barco que se pusiese a tiro.
No quiero aburriros con las visicitudes de la escaramuza que me llevó a ser uno de los varios polizones que viajaban a bordo de un buque llamado Minerva II. Solo os diré que me costó tres horas encontrar la pequeña oquedad por la que se estaba colando un chaval de no más de quince años. El nombre del barco me preocupó bastante. No dejaba de pensar en que no tiene sentido ponerle el mismo nombre a dos barcos por muy iguales que sean, así que me preguntaba constantemente si le habría pasado algo al Minerva original.
Acallé mis dudas y me dediqué a vivir lo mejor posible tratando de no preocuparme por el destino al que se dirigía el navío. Durante más de una semana dormí en las bodegas del Minerva II escondido entre cajas enormes. Había comida almacenada por allí por lo que no pasé demasiada hambre.
Transcurridas esas dos semanas un marinero bajó a las bodegas, supongo que para revisar la carga que el buque transportaba. No se cómo me las ingenié pero fui el único de todos los polizones que allí habíamos al que descubrió el marinerito. Me llevaron inmedietamente en presencia del capitán que era, en resumen, un hombre bastante cabroncete. Tal es así que, como yo me negaba a identificarme por temor a que me entregara a las autoridades españolas, decidió que yo era un Juan Bragas corriente y moliente y que mi cuerpo podría descansar en el fondo del océano sin que nadie se molestase en buscarme nunca.
Noté que la tripulación, que era de la cuerda del capitán, recibió con gran alegría la noticia de que mis huesos fuesen a ir a parar al océano. Fijáos hasta el punto que llegó el jolgorio que el día de mi caída había preparada allí una especie de fiesta en mi honor. Daba la impresión de que esa gente arrojaba personas al mar todos los viajes...
El caso es que me tiraron atado de pies y manos. Pero, astuto de mi, conseguí deshacerme de los nudos con facilidad y, poco después usé las cuerdas para atarlas a un par de tortugas marinas* que me llevaron a tierra, a la primera tierra que encontré, que no era otra que la isla de Estornuda.

Referencia a la película "Los piratas del Caribe".

IV.- Estornuda.

Para mi es un honor poder decir que fui yo quien le puso el nombre a esta isla. Os cuento brevemente como surgió el asunto:
A los pocos minutos de llegar a la isla, me encontré un pueblo de indígenas no muy lejos de la costa. Eran los únicos seres humanos que habitaban aquél recóndito lugar y tenía toda la pinta de que no habían conocido nunca otra civilización que no fuese la suya. Al acercarme a ellos les pregunté dónde estaba, frase a la que siguieron un par de estornudos por culpa de que, cuando estoy al sol un cierto tiempo, me pica la nariz de tal manera que no me queda más remedio que estornudar.
Los indígenas me miraban con sorpresa cuando un niño miró a su madre y le preguntó algo que no pude entender. La mujer, sin dejar de mirarme, pronunció una palabra que yo identifiqué en aquel momento como "kalimotxo". Desde aquel instante, por pura guasa, yo llamé a aquel lugar "Kalimotxo".
Unos meses más tarde, cuando ya lográbamos entendernos merced a que les estaba tratando de enseñar mi idioma, conseguí que me dijeran lo que había pasado el día de mi llegada. Resulta que en la isla, nadie había visto nunca a una persona estornudando. El niño había preguntado a su madre que qué era eso que acababa de hacer. Pues bien, "Kalimotxo" (o lo que quiera que dijera) significaba "No tengo ni la menor idea". Por lo tanto, aquel día les enseñé la palabra "estornuda" a los indígenas; aquel día empecé a llamar a la isla por el nombre que finalmente ha quedado reflejado en los mapas: "Estornuda".

V.- Faro.

En la isla hacía falta un faro. Se trataba de una civilización que vivía principalmente de lo que el mar le podía proporcionar. No quiero ponerme medallas, pero en mi orgullo se ha incustrado la idea de que les ayudé a mejorar las pingües enbarcaciones con las que pescaban. Las hice más grandes, más pesadas y más seguras de lo que eran antes. Esto sirvió a los indígenas a pescar más, lo que contribuyó a que la población creciese considerablemente en los pocos años en los que estuve allí.
A pesar de los avances, no todos los pescadores volvían a casa por las tardes. El mar es peligroso y se cobró varias vidas durante los primeros meses de mi estancia. Otros desaparecían durante días y, cuando volvían, contaban que no habían encontrado la isla al final de su jornada y que, por pura casualidad, habían conseguido volver pasando multitud de penalidades. Así que me propuse convencer a los indígenas de que necesitaban un faro que ayudara a los marineros a localizar la isla con facilidad de manera que se redujeran las desapariciones y posibles muertes.
Me costó varios meses hacer ver a los habitantes de la isla la importancia de mi idea. No fue fácil, los estorninos (gentilicio de Estornuda) no identifican la individualidad como algo importante. Su sistema social estaba basado en el grupo. Todo funcionaba como un reloj. Si faltaba una pieza, era sustituida sin echar de menos a la anterior. Es una forma de vida en la que me resultó muy difícil encajar pero logré respetarla y apreciarla en su justa medida al cabo de los años.
Iniciamos la construcción del faro ya en el siglo veintiuno pero no nos llevó mucho tiempo. Nos servimos de la altura de un acantilado situado junto a una playa. Allí levantamos una torreta de no más de tres metros a base de piedras.
Sobre ella situamos un enredoso sistema de piedras cristalinas -que identifiqué como diamantes del tamaño de tres cabezas como la mía (y tengo mucha cabeza)- mediante el cual conseguíamos reflejar y proyectar la luz solar hacía el océano de tal manera que Estornuda era visible a decenas de kilómetros de distancia.
Me encargaron a mi el mantenimiento y conservación de la edificación. Y puse mi empeño en ese oficio durante todos y cada uno de los días que me restaban en aquella isla.
Definiría al farero como el marinero en tierra por excelencia. Un farero es el encargado de cuidar de un faro. Es el que mantiene la luz encendida del punto al que se dirigen sus compañeros cuando regresan a casa después de uno o varios días de trabajo. Se trata de un oficio poco agradecido. Nadie se acuerda de ti hasta que faltas.
Y hasta aquí mi historia. Tal vez, en otra ocasión os cuente cómo, cuándo y por qué salí de aquella encantadora isla para emprender otras aventuras. Sólo tal vez.


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

17 de diciembre de 2012

La extraña pero curiosa historia del R5.

Sevilla, 2002

Nunca había deseado tanto estar de vuelta. El ronroneo del coche le acompañaba. Atrás quedaba la casa paterna que cada fin de semana visitaba. El lunes se abriría como tantos otros: libre de imposiciones, haciendo las cosas a su ritmo.

Luis llevaba más de una hora en carretera y estaba a punto de llegar. Había decidido parar la radio para escuchar detenidamente si algo andaba mal en aquel motor que contaba ya más de veinticinco años. Aquel Renault 5 surcaba la autopista a la nada despreciable velocidad de cien kilómetros por hora. Ya había quedado atrás aquella fusión entre el sol y un horizonte familiar, plano, plagado de verdes campos de trigo.

Al llegar a Sevilla pudo despejar su duda: no había partido de fútbol. La Avenida de la Palmera estaba casi desierta. Era un domingo de primavera con sensaciones invernales, salpicado por una lluvia que recientemente había formado unos charcos de dimensiones considerables junto a las aceras. La avenida se ofrecía más ancha y profunda que de costumbre. La oscuridad de la noche, cerrada, sin luna, permitía vislumbrar dos líneas de farolas que terminaban uniéndose en un punto.

Como siempre había hecho, giró a la izquierda en la calle justamente anterior al Benito Villamarín, a continuación giró a la derecha y volvió a mirar con una sonrisa la imagen que ofrecía el estadio de fútbol.
Desde que empezara a ir a Sevilla para estudiar en la universidad siempre había visto en aquel estadio una fiel imagen del tópico español. El estadio Benito Villamarín -por aquél entonces denominado estadio Manuel Ruíz de Lopera- había sufrido el comienzo de una reconstrucción total.

Sin embargo, las obras nunca han llegado a terminarse, de tal manera que en la actualidad existe una mitad del estadio, la que presenta fachada a la Avenida de la Palmera, que está terminada y luce un aspecto que da una sensación de modernidad y riqueza. En cambio, la otra mitad del estadio, la menos transitada, la que menos se ve, está aun sin terminar y, sin dejar de ser unas instalaciones aceptables, carecen de la rimbombancia  que poseen las de la parte nueva.

Tuvo suerte y consiguió encontrar un hueco en el que aparcar casi en frente del portal del piso en el que residía. Era inusual encontrar la Avenida de la Reina Mercedes tan despoblada. Normalmente no era tan fácil estacionar. Incluso era muy corriente que los conductores aparcasen en doble fila y dejasen sin echar el freno de mano cuando abandonaban el vehículo. De esta manera, el dueño del coche cuya salida quedase obstaculizada tenía la opción de empujar al situado en doble fila para conseguir el hueco necesario por el que poder salir. Que Luis conociera, era el único lugar del país en el que se practicara y se permitiera esta práctica. 

Iba a dejar el coche un minuto al ralentí, tal y como le había aconsejado su padre. Pero el motor, para su sorpresa, se detuvo una vez el vehículo se hubo detenido por completo. Sin salir de su asombro, pudo ver como de la parte delantera salía una cantidad de humo nada despreciable. Asustado, salió del coche y abrió el capó. Una amarillenta y viva llamarada de fuego lucía reluciente encima del motor del coche.

Después de quedarse boquiabierto durante unos instantes y de ahogar un grito de socorro que nadie hubiera podido oír, reunió la lucidez suficiente para darse cuenta de que necesitaba urgentemente un extintor. Corrió desesperado hasta llegar a un bar que había justamente delante del lugar en el que había aparcado. El camarero, ajeno a todo lo que fuera estaba pasando, le explicó que no tenía extintor en el local y que preguntara en el kebab de al lado. Mientras Luis corría hacia donde le habían indicado, no dejaba de preguntarse cómo era posible que un local no tuviese extintores. "Tal vez el camarero haya pensado que le estoy tomando el pelo y ha pasado de mi", pensó.

Un chico uniformado de rojo, pelo castaño y ojos oscuros atendió inmediatamente su ruego. Ambos salieron corriendo hacia el automóvil. El camarero cargaba con el extintor, lo que para Luis fue un verdadero alivio ya que no estaba seguro de saber utilizarlo. Un polvo blanquecino apareció encima del motor y el fuego se sofocó inmediatamente. Roció un par de veces más la zona para evitar que se reavivara la llama.

Cuando todo hubo terminado y ambos habían comentado lo sucedido a Luis le surgió una pregunta evidente:

- ¿Y ahora qué hago? - su corta edad salió a relucir en su gesto.
- Pues como no llames a la grúa... - Indicó el camarero mientras miraba al local que había dejado sin atender. - Yo tengo que irme. Suerte.

Después de rebuscar entre los papeles de la guantera, Luis encontró un número de teléfono. La grúa apareció unos veinte minutos más tarde. El gruísta, que dijo entender de mecánica, le hizo saber que lo mejor era irse despidiendo del coche, aunque no atinó a confirmarle cuál había sido el problema. Quedaron en que la grúa llevaría el Renault 5 al taller más cercano y que al día siguiente podría visitarlo para que le indicaran cuál había sido la causa del incendio. A aquella hora de la noche, Luis ya no deseaba tanto estar de vuelta. Un problema así le complicaría la semana. Si lo sucedido le hubiera ocurrido en casa, sus padres se hubiera ocupado de todo. Supuso que aquella era una de las partes que iban acompañando a la madurez y a la independencia. Tenía que empezar a hacerse cargo de sus problemas.

A la mañana siguiente, después de las clases, Luis recibió una llamada.

- ¿Luis Guerrero?
- Sí, soy yo.
- ¿Es tuyo el Renault 5 que salió ardiendo anoche?
- Sí, es mío. - Contestó temiendo lo peor.
- Mira... que el coche ha arrancado esta mañana sin problemas...
- ¿Cómo? - Luis no daba crédito - ¿Pero si anoche estaba ardiendo?
- No tengo ni idea de lo que pudo pasar anoche, - contestó el mecánico casi ríéndose - pero a ese motor le queda cuerda para rato.

Después de todo lo que sufrió el coche la noche anterior, a Luis no le cupo la menor duda de que el mecánico tenía toda la razón.


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

11 de diciembre de 2012

El pequeño (e ingenuo) bailarín de claqué

Érase una vez que se era un pequeño bailarín de claqué que un buen día decidió dedicar unas cuantas de horas a la semana a ejercitar su cuerpo en un gimnasio.
La primera vez que entró, el pequeño bailarín de claqué se quedó muy sorprendido de la cantidad de máquinas que allí había. Él no sabía para qué servía ninguna, así que decidió ir a preguntar a la primera persona que allí encontró.
El robusto hombre al que se acercó tenía embutidos dentro de su ropa ajustada tal cantidad de músculos que el pequeño bailarín de claqué se preguntó si él también tendría escondidos en su cuerpo tantos músculos como aquel hombre. Su estatura era enorme y su corpulencia ocupaba un volumen que podría triplicar el que ocupaba el enjuto cuerpo del pequeño bailarín de claqué.
- Buenas tardes buen hombre - Dijo el bailarín interrumpiendo al hombre robusto que estaba trabajando en una de aquellas complicadas máquinas. - Quisiera realizar algunos ejercicios , pero es la primera vez que vengo a un gimnasio y no tengo mucha idea de qué es lo que tengo que hacer.
El hombre robusto, que ni siquiera devolvió el saludo al pequeño bailarín de claqué, echó una amplia mirada al cuerpo entero del bailarín.
- Pregunta al esbelto chico rubio que está allí. Él te dirá lo que tienes que hacer. - Y continuó levantando pesas y resoplando cada vez que éstas alcanzaban su punto más elevado.
El pequeño bailarín de claqué, como pez fuera del agua, se dirigió torpemente hasta el lugar en el que se encontraba el esbelto chico rubio que charlaba con una mujer. El bailarín esperó pacientemente a que el esbelto chico rubio terminara de hablar con ella. Cuando éste hubo terminado y se giró hacia él se percató de que, sin querer, el pequeño bailarín de claqué se había quedado mirando la cara de la mujer que había estado conversando con él.
- Dime. - Dijo.
Los pensamientos del pequeño bailarín de claqué se vieron interrumpidos de tal manera que no pudo evitar pronunciar en voz alta lo que estaba pensando.
- ¿Por qué esa mujer con la que hablabas viene maquillada a un gimnasio?
El esbelto chico rubio no pudo reprimir una sonrisa en la que se reprimía una expresión confusa.
- Eres nuevo ¿no? ¿Tienes alguna pregunta? - Eludió educadamente.
- Sí, soy nuevo. La verdad es que es la primera vez que vengo a un gimnasio y no tengo mucha idea de qué es lo que tengo que hacer.
El esbelto chico rubio asintió.
-Ven conmigo. Te enseñaré lo que tienes que hacer para ir empezando.
Después de un calentamiento de unos veinte minutos en los que ya empezó a sudar copiosamente, el pequeño bailarín de claqué pudo comprobar durante las siguientes dos horas cómo funcionan una gran cantidad de las máquinas que había en el gimnasio.
Cuando terminó se dirigió exhausto hacia los vestuarios donde se duchó, se vistió trabajosamente, se puso gomina en el pelo y se acicaló debidamente para dirigirse a su casa.
Al salir a la  calle se encontró con el esbelto chico rubio quien lo miró con una sonrisa fingiendo extrañeza.
- ¿A dónde vas tan arreglado?
- A casa. - respondió casi turbado.
El esbelto chico rubio sonrió extrañamente mientras se alejaba sin pronunciar una palabra más. El pequeño bailarín de claqué se encogió de hombros mientras veía a aquel chico perderse entre la gente de la ciudad.
- - - - -
Mientras tanto, a solo unos kilómetros de allí, una mujer lloraba desconsolada en una cocina. Había vuelto cinco minutos tarde y su marido no toleró tal falta. El hombre que un día juró amarla para siempre ni siquiera preguntó por qué se había retrasado antes de azotarla.
Ella pensaba que no debería haberse maquillado. Perdió esos cinco minutos en desmaquillarse antes de volver a casa. Bastante había conseguido engañando a su marido una hora a la semana para ir a un gimnasio.
Tuvo que conformarse con sentirse guapa solamente dentro de su casa.


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

14 de noviembre de 2012

¿Pájaro, árbol o mala hierba?

Imaginad una isla. Una isla a la que no haya llegado aun la mano del hombre. Una isla en la que los seres que la habitan viven en armonía dentro de un ecosistema en el que todos dan y reciben de todos. Un intercambio mutuo, una supervivencia en conjunto.

Sin embargo, en este ecosistema, evidentemente, hay seres que aportaban más a aquella comunidad y otros que no tienen la posibilidad de aportar demasiado.

Los seres que más aportan no son otros que los propios árboles que conforman el bosque. Enormes moles centenarias que dan cobijo a muchos otros seres y que se defienden en conjutno de las inclemencias meteorológicas que a menudo maltratan este lugar. La ausencia de un árbol dentro de un bosque frondoso solo la notan aquellos seres  que se cobijan a su amparo para subsistir, para no ser devorados por el mundo.

Son los seres vivos que habitan en los árboles o en sus alrededores los que han escogido a lo largo de la evolución depender de otro ser vivo para sobrevivir. De esos seres vivos que dependen del árbol que se seca, los que pueden moverse como los pájaros,  tratarán de encontrar otro árbol en el que cobijarse. Cuando lo encuentran inician una nueva vida dependiendo del nuevo árbol que los mantendrá a salvo. Estos animales se adaptan al cambio dependiendo de otro árbol.

Por otro lado está el lugar donde el árbol se encontraba, un lugar que finalmente será un hueco que los árboles de alrededor también notaráns. A algunos de ellos les alcanzará más el sol ahora que no está el vecino y otros sufrirán con mayor intensidad las embestidas del viento y las lluvias. Pero los árboles no se mueven, se adaptan al cambio clavando sus raíces al suelo.

Pero las malas hierbas mueren. No pueden moverse, han vivido siempre al amparo de la sombra de su árbol y del agua de lluvia que recogen sus hojas. Estas malas hierbas no consiguen adaptarse.


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

13 de noviembre de 2012

Se acaba el tiempo.

El lúgubre ambiente que reina en la sala es rematado por el humo que se desprende del cigarro instalado en la mano de aquella chica que custodia en su mirada toda la tristeza que se abre paso ante sí.

A través de la ventana, un niño de unos cinco años camina cabizbajo arrastrando lo que pareció ser en su momento un pequeño peluche de color naranja. Ahora el muñeco es un tétrico trapo rellenado con cualquier material sintético que otro niño puso allí no hace tanto tiempo en un lugar que en este momento ya no parece tan lejano.

Al otro lado de la calle, un edificio de dos plantas se consume por las llamas mientras hay personas que, desde la terraza, piden auxilio para salvar sus vidas. Hay siete metros de altura. Ya son varios los que se han arrojado a la calle. Algunos están heridos, otros tuvieron peor suerte.

La chica es morena, tiene los ojos oscuros y cuenta los veintitrés años. Vive en la frontera. Allí donde los que comen a diario todavía comen a diario. Su lugar es el de aquellos que, sin saberlo, están viendo lo que les espera.

Ella se pregunta quiénes son los culpables de lo que está pasando, se pregunta qué puede hacer para solucionarlo. Sentada, inmóvil, sin hacer nada. El cigarro se ha consumido, el cenicero está cerca y el paquete de tabaco aun lo está más. El tiempo se consume calada tras calada.

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.